Capitalismo. Una historia de amor, de Michael Moore

Estremece mirar atrás y ver lo que se ha quedado en el camino.Lo conseguido y perdido, lo conseguido y desechado, lo conseguido y olvidado. Para los que somos hijos de familias de clase media, este tipo de películas es a la vez una vuelta al pasado, una mirada triste al presente y una mirada esperanzada al futuro. Porque lo mejor de esta obra de Moore es que cabe un futuro mejor, cabe esperanza en ese futuro: no todo está perdido, no todo está entregado. Los que somos hijos de la clase media tenemos desde siempre pequeños sueños, pequeños deseos confiados a la esperanza de futuro. Perderlos, no encontrarlos nunca mientras avanzamos en la edad y en el desengaño resulta desalentador, agobiante, entristecedor. Los medios de comunicación abren sus noticiarios con catástrofes -lo que debería estar restringido a la sección de sucesos-, con calamidades y con sustos que nos encogen el alma. Nos machacan, nos vapulean con guantes invisibles que nos dejan tirados en el sofá, sin aliento (nos obligan a mirar hacia otro lado, o quizá a no mirar nada), sin esperanza. Por eso, creo que películas como esta -donde se destapan las marrullerías, los robos u ocultamientos financieros de las grandes empresas, donde se nos dan datos y se nos presenta a personas que son expulsadas de sus casas porque no pueden hacer frente al pago de abusivas hipotecas amañadas- son un soplo de aire necesario y vivificador -no me importa saber si Moore es un narcisista, si es demagogo, si es frívolo a ratos- que insisten en la vía que siempre defenderé: la lucha y la esperanza, el rechazo del nihilismo -tan bien sembrado por los que quieren que no se desee hacer para hacer ellos en nombre de todos-: el camino es la vida y en la vida está la fe alentadora. Poderosas imágenes encierra este documental en que los pobres a veces vencen y logran que se les dé la razón: para seguir viviendo y luchando con fe -eso que puede ser no sólo religioso sino también acto moral-. Sólo por eso tiene toda mi admiración.


Texto recomendado: "Ventanilla abierta", en el blog de Diana H.

Justo Navarro


Estaba en la sección de libros, mirando las portadas y cogiendo quizá alguno para leer unas líneas. Yo había leído "Accidentes íntimos" y había escrito un relato en la línea de esa prosa centrípeta y misteriosa de Justo Navarro que no le gustó a la editora de una revista de Almería y que nunca vio la luz. Admiraba a Justo Navarro y empezaba a alejarme de los libros de Antonio Muñoz Molina, a quien había idolatrado y tenido la oportunidad de conocer y tratar brevemente, en varias conversaciones y un almuerzo (en compañía de mi amigo Juan Herrezuelo). Dudé pero me acerqué a él, con una voz que era un susurro le pregunté ¿Eres Justo Navarro?, y él me contestó con otra voz igualmente débil y tímida. Hablamos unos minutos, yo le dije que era primo de Aurora Luque, a quien sabía que él trataba en Málaga, pues ningún mérito más podía exponer para que me prestara un poco de atención y no me despachara o se encerrase demasiado deprisa en su casi palpable soledad retraída.
Esta mañana he leído un poema del nuevo libro de Justo Navarro y ha vuelto este recuerdo y ha despertado mi admiración por este escritor granadino de gran talento y prosa nada repetitiva, imaginativa, creativa e inimitable:

Curriculum vitae

Acabé los estudios con facilidad y honor.

Empecé a trabajar sin la mediación de mi padre.

Fui a Londres y volví. Encontré a mi padre

más callado que nunca, más

enmudecido y más mutante,

avergonzado

de envejecer, de haber envejecido.

Esperaba en la puerta

del Hotel Alhambra: le había

caído encima una sombra, igual que cambia

la luz de un día espléndido por un

movimiento invisible de una nube

casi invisible, aunque la nube

desaparece y vuelve el esplendor, y la sombra

de encima de mi padre no se iba.

-No queda en ti nada de ti -me dijo.


Opus 4


1Ardió la desazón en la palma de su mano y miró despacio sus desdichados dedos, con mucha lástima, pues supo que se desvanecería sin remedio el mísero regocijo. Bajó a la calle después de dejarla muerta: atrás quedaba el vigorizante deseo, recluido en el cuarto del que no escaparía nunca: aire viciado y mezclado de turbiedad. Ocultó la mano en el bolsillo del pantalón y sin querer se rozó el sexo, que ya era una cosa insensible, una compañía agotada y extraña, como todo su cuerpo mientras andaba y quería ser sólo una mente, un recuerdo obsesionado. Pero antes de llegar a la esquina oyó un grito de alerta y tuvo que acelerar, confiar en las piernas y en los brazos para avanzar y alejarse, y su consternación aumentó: mato y nunca puedo disfrutar. Mataba para recordar, para recordarla y para recordarse, no era capaz de vivir la sensación del momento. Subió a un coche desvencijado, oyó cómo se ponía en marcha, seguramente se dio cuenta de que quien conducía era él mismo. Aún podía olerla, aún podía verla desnudarse, y se dijo de nuevo que matar era un accidente, una salida, una solución torpe pero insalvable. Quizá algún día empezaría a desnudarlas y no estaría presintiendo en el mismo instante cómo iban a morir, qué expresión última habría en sus caras, cómo manaría el último suspiro. Mato, pero les entrego lo mejor de mí mismo.



2Un hombre abandona la escena de un crimen, pasional, apasionado. El irse es venirse, alejarse es acercarse. Sus pasos: cadena y mordaza. Su aliento: falta de él. Suplicio en código de agonía. Mientras recuerda, ya imagina: piensa, "pienso o soy, siendo yo, hijo de Sísifo, leyenda, mito, ¿qué impresión doy?" Es, la alegoría de un grito. Arte, leyenda ¿Mato o soy Artista? De nuevo, la imagen se repite, la del criminal artista. Un hombre que no es hombre. Siente, piensa, ente demente. Fruto y semilla de una locura que no es. Pero, ¿dónde cree que va? Si abandona la escena, es para desenvolverse en una nueva, entregarse y regocijarse. Quiere pedir perdón, es un incomprendido. Está perdido, romántico sin remedio alguno. De un nido a otro. De flor en florecido. Sola, rosa marchita. Recuerdo de un amor perdido. El recuerdo de una divinidad que renace durante un instante. Con su sonrisa, calla, percibe y sueña lo que ya sabe. Vuelve, su risa cubre su vista y añade: "sí". Ella, igual que su imagen, igual que el instante en que se imagina. Cuidadosamente, percibe...

Gota sobre gota, rato tras de rato. El cadáver muere un poco más. A la espera de algo, dignidad de muerto. Recuerdos, retrato criminal. Es, o quizás fue: descomposición, azar. Punto muerto, valga la ironía, como punto de encuentro, de un ayer y un hoy. Que sigue, que deja de ser. Promenade de una sola noche. Un primer amor, aliento de olvido. Una comunión que es muerte, falsa y grotesca. Reina de picas. Un nacimiento que pierde, color tras de color: dolor, llanto y vida. Parto sin nacimiento.

Parto, donde no hay parto sino lápida.



3La noche se reinventa perezosamente. Va aplacando su latido y suspira agonizante entre los primeros albores.

El teléfono, súbito, despierta al teniente; siempre a horas insólitas el teléfono. Está mareado. Resaca tal vez. No recuerda cuándo ni dónde. Ni cómo llegó a casa.

Pero el coche está en la puerta. Debe atender un nuevo caso del asesino en serie. Eso le han dicho.

La calle Suipacha no está tranquila. Merodean los señores de abrigos oscuros junto al cuerpo; memoria desdibujada de una bella joven de aspecto caucásico… ¿Por qué?

Sabe que debería preguntarse ¿quién?, ¿cómo?, pero sólo sabe pronunciar ¿por qué? ¿Mataba para olvidar, para olvidarla y… para olvidarse? ¿Era capaz de vivir esa sensación del momento? ¿Algún día se permitiría desnudarla sin quedar diabólicamente seducido por el abismo de asestar con su ardiente mano una única puñalada certera?

No puede soportarlo. Una nueva derrota. Un nuevo cadáver al que robar la dignidad con cientos de fotografías, con manipulaciones torticeras cual si fueran aves picoteando furibundas sobre el alma huidiza. Ciertamente, la mano del asesino dibuja un escenario y ellos emborronan el lienzo.

Siente la necesidad de pedir perdón y no sabe bien por qué. Pasa por el recibidor, junto al espejo. En un venir e ir de gentes y estrecheces cambia de trayectoria, roza suavemente con los dedos el frío espejo estremeciéndose.

El teniente muere un poco más.




4Estaciona el desvencijado coche muy cerca del portal, justo a la vuelta de la esquina. El barrio es tan reciente que ni siquiera le han alcanzado aún los problemas de aparcamiento. Apagar el motor, abrir la puerta y el paraguas casi al mismo tiempo, esconder el cuchillo bajo la americana... Pero no, no todavía: en el preciso instante en que se dispone a girar la llave, el locutor de la emisora que viene escuchando anuncia un tema infrecuente en la radio, él lo conoce, y duda. No apagar el motor, no abrir la puerta, no esconder. Y la mano derecha se aparta de la llave, se posa en la rodilla. Una guitarra acústica, una melodía lenta, las cuerdas a veces golpeadas con las puntas de los dedos, a veces pulsadas, lentamente, con un ritmo monótono y sugestivo. La escucha contemplando la lluvia golpear el parabrisas y resbalarse en un suave cimbrear de hilos de agua, las precisas gotas que hubieran debido estar ametrallando la tela del paraguas en ese orden normal de todas las cosas que él ha alterado deteniendo su tiempo para escuchar una pieza de música.

En el cuarto piso, ella sigue mirando llover, quieta frente a la ventana, llover como trizado contra el cristal, llover denso y amarillo en la luz de las farolas, llover erizando la calzada. Él sacó del bolsillo interior un pequeño cuaderno de pastas flexibles. Lo abrió. “Mato, pero les entrego lo mejor de mí mismo”, leyó, y unas páginas más adelante: “Parto, donde no hay parto sino lápida”. La música era aliciente para la cacería, un anticipo de los pormenores del crimen inmediato, y sacó también la estilográfica, la desenroscó, escribió, escribió por primera vez antes, y no después, diario de un depredador: “Yo seré viento que aúlla y lobo y luna en donde perfilar una sombra, seré sombra”, escribió, “seré cielo y gris y tormenta, seré rencor, seré solo, seré romance y prisionero, seré ayer, seré nunca, seré sangre por derramar, seré sin cerrar herida y solo, seré roca y bramido y espuma, seré mar, cada mejilla seré también, y cada lágrima y su resbalar sereno, aunque no, sereno no, nunca: seré rabia, seré dientes apretados, seré el que soy, seré siempre nadie”. Ella continúa en la ventana sin que él ya esté aguardando la llegada del ascensor: él se deleitaba en el lento desvanecerse de la música y guardaba la libreta y la pluma, y entonces sí, entonces apagó el contacto, abrió la puerta y el paraguas casi al mismo tiempo, ocultó el cuchillo bajo la americana, habían sido sólo cuatro minutos y cuarenta segundos. Pero todo gesto, toda voz, todo azar, todo deseo, toda sombra, todo movimiento, en fin, más allá de aquel coche del que se alejaba, todo se ha desplazado esos cuatro minutos y cuarenta segundos, apenas nada y no obstante la hoja afilada avanzará hacia el vacío, hacia hace cuatro minutos y cuarenta segundos. Incluso el silencio con el que ella mira a través de la ventana, o la ventana misma, o a ella misma afantasmada en el cristal, ha cambiado: ahora es determinación. Así hubiera debido estar al oír la cerradura, La puerta no fue forzada, habría dicho el teniente en un primer vistazo de la escena del crimen, La víctima conocía al asesino, tal vez el asesino tenía su propia llave. Pero él llegó al portal en ese momento, cerró el paraguas, lo sacudió, miró a un lado y a otro de la calle, abrió. Entre el segundo y el tercer piso no pudo saber que ella se ha dado la vuelta, ha salido al pasillo, ha abierto el armario y alzado las manos hasta el estante más alto y apartado dos cajas de zapatos y tomado cuidadosamente un objeto envuelto en un trapo. Él llegó al fin al rellano cuando ella desenvuelve la pistola, Por qué tenía usted este arma, cómo la consiguió, le preguntará el teniente más tarde, pero eso ella no puede ni imaginarlo ahora: se imagina a sí misma apoyando el cañón en la sien, y lo descarta, y le estremece imaginarse metiéndolo en su boca, y entonces se lo lleva al pecho y cierra los ojos y los abre de nuevo cuando oye que alguien hurga en su cerradura y abre y es él, él, se dice, que no vale la pena, que sólo es dolor y sin embargo, y es el odio el que la lleva a estirar el brazo y apretar el gatillo, una, dos, tres, cuatro veces, hubiera sido imposible que llegara al armario y moviera las cajas y alcanzara la pistola, imposible incluso que recordara la pistola mientras lo veía acercarse con el cuchillo en la mano, cuatro detonaciones secas, dos balas encuentran la pared del rellano, una le acierta en la frente, otra, la última, le atraviesa el cuaderno de tapas flexibles, justo a la altura del corazón.

Más tarde el teniente pedirá unos guantes, se agachará junto al cuerpo, palpará las ropas y extraerá un pequeño cuaderno del interior de la americana, manchado de sangre y perforado en su centro. Lo hojeará con dificultad: Mato pero les entrego mismo, Parto, donde no sino lápida, Seré el que nadie… Mirará aquellos ojos entreabiertos. Un último cadáver, pero, ¿es esto lo que llaman una victoria? En cualquier caso, el juego habrá terminado.



1.- Francisco Ortiz. Wide Asleep, de Michael Manring

2.- Edgar Campos. Atlantique Nord, de Yann Tiersen

3.- José Luis Campos. Bolerish de Ryuichi Sakamoto

4.- Juan Herrezuelo. Aerial Boundaries de Michael Hedges


Imagen: J.H. Klein Opus 4


El alma del maltratador

Conozco a uno, he escrito sobre otro. El primero ha maltratado a su mujer durante años, mediante imposiciones psicológicas, reduciendo el mundo de ella a la nada soberbia que era el de él, a las costumbres de él. No le permitía ni siquiera tomarse un café con otro hombre. La controlaba con la voz y con su presencia hostigadora, que recubría de paternalismo y amor marital. Pero todo era falso. Nunca la quiso, sólo la mantuvo a su lado mientras ella hizo lo que él quería y se doblegó (durante años). No le pegó nunca, pero la asustó con frases, la vejó con órdenes y con desconfianza ciega. El segundo golpeó a su mujer sólo una vez, se cebó con ella dándole una paliza tremenda y descargó su saña empujando, asustando, coceando: son personas, pero actúan como animales.
Cuando uno se encuentra, en algunos escritos, retratos de maltratadores, sean artículos o ficción, siempre le queda la sensación de que falta el retrato del alma del maltratador. O se insiste en la maldad o se mira con una frialdad descorazonadora. Pero nunca se llega a saber cómo es el alma del tipo que se aprovecha de su fuerza y de años de dominación masculina para aplastar a un ser que ha confiado en él y en sus sentimientos. La indagación ha de ser dolorosa, pero el que da un paso y se adentra en la mente de quien ocasiona un mal premeditado ayuda con su acción a comprender y a empezar a combatir ese mal. Leyendo a Dostoievski, uno tiene la sensación de que el maestro ruso nos dejó algunas claves con sus valientes novelas en las que da la voz no solo al bueno y al justiciero, sino también al que ocasiona los problemas, al que los plantea y los ejecuta. Echo de menos esa inmersión en las novelas negras recientes que triunfan, pues muestran desde fuera, no arriesgan, se centran demasiado en contar desde la perspectiva del investigador y les falta la indagación psicológica decidida y audaz que consiga algún develamiento útil.
Por mi parte, he visto que el maltratador acuna su alma por las noches, no la muestra, se cree siempre en peligro si no domina la situación, busca siempre un cómplice que le descargue de la responsabilidad y de la culpa inmediatas, se empeña en aislar aunque tenga que aislarse para dar ejemplo, manipula con la frialdad del psicópata, miente diciéndose que la verdad es sólo aquello que le resulta útil y le permite seguir adelante. El maltratador engatusa, envenena el alma de quien lo ama, encandila y atonta, golpea con las frases certera y cruelmente, haciendo equilibrios a los que está muy habituado para no excederse, para no que no se le desmonte su juego calculado y demoledor. Después de tenerle cerca, de encararlo, el alma del maltratador me parece la de un cobarde que se ampara en los miedos ajenos, que los maneja a su antojo; me parece que es la de un egocéntrico profundo que concede ciertos privilegios sin dejar nunca de sentirse soberano absoluto de cuanto ve y hace y deja hacer. El alma del maltratador es la de un vampiro, la de una clase de ser que se cree imbatible e indestructible y a ratos se congratula creyéndose algo más que una persona. Pero el alma del maltratador es vencida cuando la víctima no se queda sola, cuando no se la ha dejado sin la posibilidad del relato: y en sus frases y en sus ojos y en su voz saldrá entera y viva el alma del maltratador y serán desbaratadas las insidias, los engaños, las trampas. El alma del maltratador es derrotada por el relato de lo sufrido, por el oído cómplice, por la ayuda paciente y la confianza segura. El alma del maltratador es vencida por la palabra.


Lectura recomendada: En el blog de José Romero, el relato "El ascenso"

Foto: Juan Manuel Castro Prieto

Fiódor M. Dostoievski: Crimen y castigo

Es esta una de las novelas más necesarias que ha dado la literatura mundial. Volver a leerla a principios del siglo XXI resulta una experiencia esencial, porque después de tantos años de su publicación no cabe duda de que sigue siendo un libro vivo, con personajes vivos, con importancia viva para el hombre de hoy. El dilema de Raskólnikov, empezar matando para hacer luego el bien, no ha pasado de moda y es un espejo en el que podemos mirarnos los occidentales actuales, embebidos en compras y en deseos cada vez más artificiales y dirigidos a distancia. Porque el bien no desaparece, como no desaparece el mal, y aunque el mal cada vez es más visible y convoca a más espectadores, enfrentarlos no es una tarea fácil y en las manos de un escritor tan poderoso como Dostoievski sí pueden hallarse los términos justos para el diálogo entre contrarios, entre el blanco y el negro, entre el deseo y la desidia, el amor y el desamor. En nuestro siglo, con un sistema que penaliza la lentitud y la degustación larga y sostenida de las cosas, afrontar la lectura de un libro como este, sin prisas y con el afán de comprender cabalmente cuanto se nos narra, es todo un desafío, una contestación. La muerte en defensa del está en todas nuestras pantallas, ya sean de televisión o de ordenador, y los ejecutores y los cerebros fríos de las guerras y las guerrillas son parientes cercanos del peor Raskólnikov, del primer Raskólnikov, el que idolatra a Napoleón.
El hombre vive con las decisiones morales a la puerta de su casa. Ha de tomarlas, quiera o no quiera, con solo poner un pie en la calle. Dostoievski, en "Crimen y castigo", muestra esto con maestría inigualada y con un vigor que nunca decae. La religión, la redención, el castigo y el perdón, el sufrimiento por la propia vida, el desinterés por el vecino que padece, el amor filial, el amor materno son temas que aparecen en el libro y que nos invitan a tomar partido y no permanecer en la silla y a distancia . Por supuesto, Raskólnikov es un personaje inmortal, pero a su lado están otros que no desmerecen y lo acompañan resuelta y concienzudamente. Son personajes que parten de ideas -algo clarísimo en la narrativa del maestro ruso -y que toman cuerpo mediante largos parlamentos y diálogos en que se muestran por completo, de los pies a la cabeza, de la piel a las llagas más profundas del alma, y resultan creíbles como pocos, reales como pocos: cuando pasas días con la lectura de la novela, con el ejemplar en la mesa, tienes la sensación a ratos de que entras en la lectura no de una ficción, sino de un diario, de hechos históricos. Qué gran fuerza de convicción despliegan las palabras elegidas por el gran escritor en este libro. Me hacen pensar que la literatura nunca morirá, que hay que volver la vista hacia el lado de los autores que vuelcan en ella sus más hondas verdades, que se interrogan y no pontifican, que escriben como respiran y respiran porque escriben. Qué necesaria es para un practicante de la novela negra esta (re)lectura, cuánto queda por aprender y por desechar después de volver a encontrarse con Raskólnikov y sus dudas, con capítulos como el del suicidio con arma de fuego de un personaje de importancia capital en la trama o el del asesinato de la usurera. Dicen que, después de Cervantes y de Shakespeare, Dostoievski es el más grande. Aquí tenéis una buena prueba. Que os hará pensar incluso que no es el tercero de esa corta lista.