Fiódor M. Dostoievski: Crimen y castigo

Es esta una de las novelas más necesarias que ha dado la literatura mundial. Volver a leerla a principios del siglo XXI resulta una experiencia esencial, porque después de tantos años de su publicación no cabe duda de que sigue siendo un libro vivo, con personajes vivos, con importancia viva para el hombre de hoy. El dilema de Raskólnikov, empezar matando para hacer luego el bien, no ha pasado de moda y es un espejo en el que podemos mirarnos los occidentales actuales, embebidos en compras y en deseos cada vez más artificiales y dirigidos a distancia. Porque el bien no desaparece, como no desaparece el mal, y aunque el mal cada vez es más visible y convoca a más espectadores, enfrentarlos no es una tarea fácil y en las manos de un escritor tan poderoso como Dostoievski sí pueden hallarse los términos justos para el diálogo entre contrarios, entre el blanco y el negro, entre el deseo y la desidia, el amor y el desamor. En nuestro siglo, con un sistema que penaliza la lentitud y la degustación larga y sostenida de las cosas, afrontar la lectura de un libro como este, sin prisas y con el afán de comprender cabalmente cuanto se nos narra, es todo un desafío, una contestación. La muerte en defensa del está en todas nuestras pantallas, ya sean de televisión o de ordenador, y los ejecutores y los cerebros fríos de las guerras y las guerrillas son parientes cercanos del peor Raskólnikov, del primer Raskólnikov, el que idolatra a Napoleón.
El hombre vive con las decisiones morales a la puerta de su casa. Ha de tomarlas, quiera o no quiera, con solo poner un pie en la calle. Dostoievski, en "Crimen y castigo", muestra esto con maestría inigualada y con un vigor que nunca decae. La religión, la redención, el castigo y el perdón, el sufrimiento por la propia vida, el desinterés por el vecino que padece, el amor filial, el amor materno son temas que aparecen en el libro y que nos invitan a tomar partido y no permanecer en la silla y a distancia . Por supuesto, Raskólnikov es un personaje inmortal, pero a su lado están otros que no desmerecen y lo acompañan resuelta y concienzudamente. Son personajes que parten de ideas -algo clarísimo en la narrativa del maestro ruso -y que toman cuerpo mediante largos parlamentos y diálogos en que se muestran por completo, de los pies a la cabeza, de la piel a las llagas más profundas del alma, y resultan creíbles como pocos, reales como pocos: cuando pasas días con la lectura de la novela, con el ejemplar en la mesa, tienes la sensación a ratos de que entras en la lectura no de una ficción, sino de un diario, de hechos históricos. Qué gran fuerza de convicción despliegan las palabras elegidas por el gran escritor en este libro. Me hacen pensar que la literatura nunca morirá, que hay que volver la vista hacia el lado de los autores que vuelcan en ella sus más hondas verdades, que se interrogan y no pontifican, que escriben como respiran y respiran porque escriben. Qué necesaria es para un practicante de la novela negra esta (re)lectura, cuánto queda por aprender y por desechar después de volver a encontrarse con Raskólnikov y sus dudas, con capítulos como el del suicidio con arma de fuego de un personaje de importancia capital en la trama o el del asesinato de la usurera. Dicen que, después de Cervantes y de Shakespeare, Dostoievski es el más grande. Aquí tenéis una buena prueba. Que os hará pensar incluso que no es el tercero de esa corta lista.