Opus 4


1Ardió la desazón en la palma de su mano y miró despacio sus desdichados dedos, con mucha lástima, pues supo que se desvanecería sin remedio el mísero regocijo. Bajó a la calle después de dejarla muerta: atrás quedaba el vigorizante deseo, recluido en el cuarto del que no escaparía nunca: aire viciado y mezclado de turbiedad. Ocultó la mano en el bolsillo del pantalón y sin querer se rozó el sexo, que ya era una cosa insensible, una compañía agotada y extraña, como todo su cuerpo mientras andaba y quería ser sólo una mente, un recuerdo obsesionado. Pero antes de llegar a la esquina oyó un grito de alerta y tuvo que acelerar, confiar en las piernas y en los brazos para avanzar y alejarse, y su consternación aumentó: mato y nunca puedo disfrutar. Mataba para recordar, para recordarla y para recordarse, no era capaz de vivir la sensación del momento. Subió a un coche desvencijado, oyó cómo se ponía en marcha, seguramente se dio cuenta de que quien conducía era él mismo. Aún podía olerla, aún podía verla desnudarse, y se dijo de nuevo que matar era un accidente, una salida, una solución torpe pero insalvable. Quizá algún día empezaría a desnudarlas y no estaría presintiendo en el mismo instante cómo iban a morir, qué expresión última habría en sus caras, cómo manaría el último suspiro. Mato, pero les entrego lo mejor de mí mismo.



2Un hombre abandona la escena de un crimen, pasional, apasionado. El irse es venirse, alejarse es acercarse. Sus pasos: cadena y mordaza. Su aliento: falta de él. Suplicio en código de agonía. Mientras recuerda, ya imagina: piensa, "pienso o soy, siendo yo, hijo de Sísifo, leyenda, mito, ¿qué impresión doy?" Es, la alegoría de un grito. Arte, leyenda ¿Mato o soy Artista? De nuevo, la imagen se repite, la del criminal artista. Un hombre que no es hombre. Siente, piensa, ente demente. Fruto y semilla de una locura que no es. Pero, ¿dónde cree que va? Si abandona la escena, es para desenvolverse en una nueva, entregarse y regocijarse. Quiere pedir perdón, es un incomprendido. Está perdido, romántico sin remedio alguno. De un nido a otro. De flor en florecido. Sola, rosa marchita. Recuerdo de un amor perdido. El recuerdo de una divinidad que renace durante un instante. Con su sonrisa, calla, percibe y sueña lo que ya sabe. Vuelve, su risa cubre su vista y añade: "sí". Ella, igual que su imagen, igual que el instante en que se imagina. Cuidadosamente, percibe...

Gota sobre gota, rato tras de rato. El cadáver muere un poco más. A la espera de algo, dignidad de muerto. Recuerdos, retrato criminal. Es, o quizás fue: descomposición, azar. Punto muerto, valga la ironía, como punto de encuentro, de un ayer y un hoy. Que sigue, que deja de ser. Promenade de una sola noche. Un primer amor, aliento de olvido. Una comunión que es muerte, falsa y grotesca. Reina de picas. Un nacimiento que pierde, color tras de color: dolor, llanto y vida. Parto sin nacimiento.

Parto, donde no hay parto sino lápida.



3La noche se reinventa perezosamente. Va aplacando su latido y suspira agonizante entre los primeros albores.

El teléfono, súbito, despierta al teniente; siempre a horas insólitas el teléfono. Está mareado. Resaca tal vez. No recuerda cuándo ni dónde. Ni cómo llegó a casa.

Pero el coche está en la puerta. Debe atender un nuevo caso del asesino en serie. Eso le han dicho.

La calle Suipacha no está tranquila. Merodean los señores de abrigos oscuros junto al cuerpo; memoria desdibujada de una bella joven de aspecto caucásico… ¿Por qué?

Sabe que debería preguntarse ¿quién?, ¿cómo?, pero sólo sabe pronunciar ¿por qué? ¿Mataba para olvidar, para olvidarla y… para olvidarse? ¿Era capaz de vivir esa sensación del momento? ¿Algún día se permitiría desnudarla sin quedar diabólicamente seducido por el abismo de asestar con su ardiente mano una única puñalada certera?

No puede soportarlo. Una nueva derrota. Un nuevo cadáver al que robar la dignidad con cientos de fotografías, con manipulaciones torticeras cual si fueran aves picoteando furibundas sobre el alma huidiza. Ciertamente, la mano del asesino dibuja un escenario y ellos emborronan el lienzo.

Siente la necesidad de pedir perdón y no sabe bien por qué. Pasa por el recibidor, junto al espejo. En un venir e ir de gentes y estrecheces cambia de trayectoria, roza suavemente con los dedos el frío espejo estremeciéndose.

El teniente muere un poco más.




4Estaciona el desvencijado coche muy cerca del portal, justo a la vuelta de la esquina. El barrio es tan reciente que ni siquiera le han alcanzado aún los problemas de aparcamiento. Apagar el motor, abrir la puerta y el paraguas casi al mismo tiempo, esconder el cuchillo bajo la americana... Pero no, no todavía: en el preciso instante en que se dispone a girar la llave, el locutor de la emisora que viene escuchando anuncia un tema infrecuente en la radio, él lo conoce, y duda. No apagar el motor, no abrir la puerta, no esconder. Y la mano derecha se aparta de la llave, se posa en la rodilla. Una guitarra acústica, una melodía lenta, las cuerdas a veces golpeadas con las puntas de los dedos, a veces pulsadas, lentamente, con un ritmo monótono y sugestivo. La escucha contemplando la lluvia golpear el parabrisas y resbalarse en un suave cimbrear de hilos de agua, las precisas gotas que hubieran debido estar ametrallando la tela del paraguas en ese orden normal de todas las cosas que él ha alterado deteniendo su tiempo para escuchar una pieza de música.

En el cuarto piso, ella sigue mirando llover, quieta frente a la ventana, llover como trizado contra el cristal, llover denso y amarillo en la luz de las farolas, llover erizando la calzada. Él sacó del bolsillo interior un pequeño cuaderno de pastas flexibles. Lo abrió. “Mato, pero les entrego lo mejor de mí mismo”, leyó, y unas páginas más adelante: “Parto, donde no hay parto sino lápida”. La música era aliciente para la cacería, un anticipo de los pormenores del crimen inmediato, y sacó también la estilográfica, la desenroscó, escribió, escribió por primera vez antes, y no después, diario de un depredador: “Yo seré viento que aúlla y lobo y luna en donde perfilar una sombra, seré sombra”, escribió, “seré cielo y gris y tormenta, seré rencor, seré solo, seré romance y prisionero, seré ayer, seré nunca, seré sangre por derramar, seré sin cerrar herida y solo, seré roca y bramido y espuma, seré mar, cada mejilla seré también, y cada lágrima y su resbalar sereno, aunque no, sereno no, nunca: seré rabia, seré dientes apretados, seré el que soy, seré siempre nadie”. Ella continúa en la ventana sin que él ya esté aguardando la llegada del ascensor: él se deleitaba en el lento desvanecerse de la música y guardaba la libreta y la pluma, y entonces sí, entonces apagó el contacto, abrió la puerta y el paraguas casi al mismo tiempo, ocultó el cuchillo bajo la americana, habían sido sólo cuatro minutos y cuarenta segundos. Pero todo gesto, toda voz, todo azar, todo deseo, toda sombra, todo movimiento, en fin, más allá de aquel coche del que se alejaba, todo se ha desplazado esos cuatro minutos y cuarenta segundos, apenas nada y no obstante la hoja afilada avanzará hacia el vacío, hacia hace cuatro minutos y cuarenta segundos. Incluso el silencio con el que ella mira a través de la ventana, o la ventana misma, o a ella misma afantasmada en el cristal, ha cambiado: ahora es determinación. Así hubiera debido estar al oír la cerradura, La puerta no fue forzada, habría dicho el teniente en un primer vistazo de la escena del crimen, La víctima conocía al asesino, tal vez el asesino tenía su propia llave. Pero él llegó al portal en ese momento, cerró el paraguas, lo sacudió, miró a un lado y a otro de la calle, abrió. Entre el segundo y el tercer piso no pudo saber que ella se ha dado la vuelta, ha salido al pasillo, ha abierto el armario y alzado las manos hasta el estante más alto y apartado dos cajas de zapatos y tomado cuidadosamente un objeto envuelto en un trapo. Él llegó al fin al rellano cuando ella desenvuelve la pistola, Por qué tenía usted este arma, cómo la consiguió, le preguntará el teniente más tarde, pero eso ella no puede ni imaginarlo ahora: se imagina a sí misma apoyando el cañón en la sien, y lo descarta, y le estremece imaginarse metiéndolo en su boca, y entonces se lo lleva al pecho y cierra los ojos y los abre de nuevo cuando oye que alguien hurga en su cerradura y abre y es él, él, se dice, que no vale la pena, que sólo es dolor y sin embargo, y es el odio el que la lleva a estirar el brazo y apretar el gatillo, una, dos, tres, cuatro veces, hubiera sido imposible que llegara al armario y moviera las cajas y alcanzara la pistola, imposible incluso que recordara la pistola mientras lo veía acercarse con el cuchillo en la mano, cuatro detonaciones secas, dos balas encuentran la pared del rellano, una le acierta en la frente, otra, la última, le atraviesa el cuaderno de tapas flexibles, justo a la altura del corazón.

Más tarde el teniente pedirá unos guantes, se agachará junto al cuerpo, palpará las ropas y extraerá un pequeño cuaderno del interior de la americana, manchado de sangre y perforado en su centro. Lo hojeará con dificultad: Mato pero les entrego mismo, Parto, donde no sino lápida, Seré el que nadie… Mirará aquellos ojos entreabiertos. Un último cadáver, pero, ¿es esto lo que llaman una victoria? En cualquier caso, el juego habrá terminado.



1.- Francisco Ortiz. Wide Asleep, de Michael Manring

2.- Edgar Campos. Atlantique Nord, de Yann Tiersen

3.- José Luis Campos. Bolerish de Ryuichi Sakamoto

4.- Juan Herrezuelo. Aerial Boundaries de Michael Hedges


Imagen: J.H. Klein Opus 4