Juan Eduardo Zúñiga: Largo noviembre de Madrid

   


   Es este el mejor libro de relatos que he leído. Y no me cabe duda (ya antes lo dijo Rafael Conte) de que se trata de un libro inmortal. Y lo es porque no hay desfallecimiento alguno a lo largo de sus 160 páginas y no hay ningún relato que baje del calificativo de sobresaliente. Pero no es una casualidad: su autor tardó años, mucho años, en madurar y en escribir después estas bellas y trágicas páginas, no estuvo atado a ninguna premura, no pensó en crear un producto literario, sino verdad literaria. Y bien que lo consiguió: Largo noviembre de Madrid es uno de los mejores libros escritos en nuestra lengua, está sustentado en un estilo y una manera de narrar propios, muy personales, con los que se nos cuentan historias de la guerra civil en una equilibradísima mezcolanza de realismo y de simbolismo, de hechos tangibles y escenas de una intensidad cercana a veces a la transparencia imposible de algunos sueños que acercan a su autor a la genialidad. 
   Centrado en los deseos, las pesadillas, los encuentros amorosos, las violencias que siguen existiendo en una ciudad en tiempos de guerra y pese a la propia guerra, Zúñiga quiso tener ante todo en cuenta el factor humano: no le faltan vigor e interés a las narraciones, por supuesto, ya que arrastran al lector siempre hasta la página siguiente y la siguiente, pero no es lo más importante del libro la peripecia, la aventura ni el misterio (aunque, insisto, no faltan y son también cuanto menos notables), pues el escritor centra sus mirada en las motivaciones, las desilusiones, los sobresaltos y los miedos para darnos personajes enteros y reconocibles, de encarnadura particular y universal a un tiempo, triunfo máximo de este excelente puñado de relatos. Madrid es una ciudad que se hunde, es una ciudad derrotada, y derrotados aparecen los que la habitan, temerosos y aún llenos de anhelos, de deseos que encuentran sosiego en los brazos de otro o de otra, de pulsiones que hacen abstracción del tiempo y de los acontecimientos que vibran en las calles para no ver lo idiota de seguir amontonando monedas, sueños, rencores, iras irresolutas. Y en las manos de Juan Eduardo Zúñiga todo se convierte en literatura de la más alta categoría, el libro en un clásico incontestable, un clásico mayor de un escritor casi clandestino, entregado a la verdad última que motiva el trabajo paciente y continuo y solitario del verdadero escritor: la búsqueda de la palabra exacta, reveladora, nueva, de la imagen más enfocada, más cierta, de la dimensión más sincera de su creación, atenta sólo a lo que la voz interior dice y recomienda. 
   Descubrí a este gran autor en enero del año 1991. Me regaló el escritor Miguel Ángel Muñoz el único ejemplar que tenía porque quedé fascinado con la lectura del primer relato, con algunas frases y párrafos de los siguientes, y generosamente -como recomendaba Dashiell Hammett- le dio aquel preciadísimo objeto a quien más lo deseaba. Guardo el libro, que me ha acompañado durante todos estos años sin perder color ni sumar una sola arruga en su cubierta, como ocurre también con todo lo que ofrece dentro, que más bien ha ido creciendo, ha nutrido algunos estilos hoy presentes en nuestra literatura actual y ha ayudado a que algunas vocaciones se hicieran más sólidas. Zúñiga nació en 1929 y apenas se le han dedicado los reconocimientos, los galardones que se merece, ya que no es más que un escritor en tiempos en que todo se mueve por el interés y para devolver favores o para premiar al que pertenece a un grupo de poder. Aún se está a tiempo. Nunca ha buscado más recompensa que la de la obra bien hecha, pero siento extrañeza, vergüenza en ocasiones cuando los jurados se olvidan sistemáticamente de alguien que está tan por encima de casi todos, por no decir de todos en lo que a logros literarios se refiere. No sufrirá nuestro querido Zúñiga si nada le dan, pero creedme que si hubiera una oportunidad de llevarlo, entregarle nuestra admiración en forma de placa o de escultura o de lo que fuera, por una vez al menos no estaríamos sino premiándonos a nosotros mismos. 

Juan Eduardo Zúñiga: Un ruido extraño

   Usando la primera persona, con un estilo fluido y la emoción que procura un relato de persecución, misterio y un hombre armado que corre tras un desconocido, nos hallamos ante una de las historias con masyor contenido simbólico de Largo noviembre de Madrid, una de las más sencillas y de las más efectivas, transparente y plena de significado particular y universal. Opera aquí nuestro gran escritor por sustracción, equilibrando el texto para que no haya impostura en la narración, acomodándolo a la voz que cuenta y que no se entretiene más que en lo necesario durante su recorrido y transmite lo vivido y lo sentido para que notemos la inmediatez, lo extraño sin envolverlo en ropajes hiperbólicos ni cargantemente literarios. Recursos que hablan de la versatilidad de Zúñiga, de su gran capacidad para cambiar y adaptarse a lo que pide el relato, aun sabedor de que sus mayores logros suelen estar en este libro en los cuentos de estilo más enjundioso, de frase más elaborada, más sinuosa. Y lo hace sin que el conjunto se resienta, sin que parezca un mero intento, un añadido para el lucimiento o el relleno: por el contrario, aumenta el valor de estas piezas inmortales, bellas, trágicas y únicas en acierto mantenido dentro de un mismo libro en nuestra lengua. 

Juan Eduardo Zúñiga: Calle de Ruiz, ojos vacíos

   También este relato pertenece al libro Largo noviembre de Madrid, y es cuando menos notable por la intensidad con que se nos narran los avatares de un ciego que de su casa va a otra donde le leen páginas de un libro que es para él la tabla de salvación a la que se agarra en medio de las penalidades de la guerra. Zúñiga cuenta desde los ojos vacíos del ciego, nos lleva de su mano ya través de sus sensaciones por las calles de un Madrid asustado y bombardeado, nos hace oír como él oye y sentir como él siente. Angustia, miedo, desconcierto y una sutil línea que enlaza con una vida mejor, con unos deseos aceptados, con un camino de liberación interior más poderoso que cualquier sufrimiento y más rotundo que cualquier explosión. 
   De nuevo un relato de amor, varias voces que cuentan alternándose y cambiando los planos de la narración de manera magistral- son sólo diez magníficas páginas-, y por último la catástrofe, lo definitivo que no aporta la guerra, sino los sentimientos humanos, que siguen latiendo aunque las bombas quieran pararlos, destruirlos.
   Como los dos anteriores, un relato sabio e inmortal.

Juan Eduardo Zúñiga: Hotel Florida, Plaza del Callao

   Relato que pertenece al libro Largo noviembre de Madrid y que es también un cuento magistral. Se cuenta en él la imposible historia de amor de un hombre y una mujer en la que él no despierta la necesaria pasión y el conocimiento que esta tiene de un extranjero por el que pierde la cabeza. Narrado en primera persona, el uso de la intriga y la meditación que se hace sobre el destino de las personas se sustentan en un equilibrio encomiable, en una economía de medios deslumbrante. Se sugiere mucho y se apuntan temas e ideas que no precisan de más palabras ni de más explicaciones cuando se llega al contundente final y se entiende en plenitud qué se nos está diciendo. Hay una guerra, pero dentro de ella sigue habiendo pulsiones indomeñables, sigue sintiéndose hambre y frío y deseos de compañía, de ser amado. Caen bombas, pero no se para la vida, no se para el amor, no se para el deseo. 

Juan Eduardo Zúñiga: Noviembre, la madre, 1936

 


   Este excepcional relato pertenece al libro Largo noviembre de Madrid, sin duda uno de los más importantes del pasado siglo en lengua castellana. Con su prosa de estilo sostenido y fluvial, hipnótico y riquísimo en tropos, Zúñiga recogió en este libro muchos recuerdos de la guerra civil y muchas imágenes que, mediante historias y personajes imborrables, dieron como resultado una obra de altísima calidad, referencial, que sigue pareciéndome en la relectura actual que realizo poderosamente adictiva y sincera, capaz de la emoción y la idea en un mismo plano, como pocas veces se ha visto. El relato a que me refiero se sustenta en una imagen universal y muy particular también de la madre, de una madre atenta al sufrimiento ajeno incluso en en el lecho de muerte, de una madre auspiciadora de lo mejor en los hijos, de una madre inmortal que es una madre y una ciudad y no puede ser destruida ni aunque desaparezcan los recuerdos. Una madre mítica y luchadora, sagaz y mejor preparada para la adversidad de lo que podía preverse viéndola hogareña y callada, luchadora solamente en el espacio privado e íntimo. Vienen las ruinas, viene el reparto de lo que queda, pero la verdad no terminará nunca, parece decir Zúñiga, aunque se silencie, se emborrone o se la arroje al mar fecundo de la mentira y el olvido.