Javier Marías: Tu rostro mañana. 1. Fiebre y lanza

Callar y contar, ver y pensar hacia lo más profundo, recordar y sentir que quien está ante ti estuvo en un pasado que te afecta pero no has vivido. Estas son algunas de las claves de "Fiebre y lanza", primer volumen de "Tu rostro mañana", magna obra de uno de los grandes autores españoles de la actualidad. Javier Marías posee un estilo entre proustiano y benetiano -con mucho de Conrad- muy trabajado, de escritura exigente pero que se sigue y se lee sin demasiado esfuerzo. Y esta novela es ante todo estilo, aunque no por eso deja de haber dentro una historia, una trama fascinante y a ratos hipnótica, hecha sin elementos espurios, sin contentamientos fáciles, sin añagazas. Marías narra como pocos, acerca su prosa a la poesía en fragmentos que podrían leerse en voz alta para embeleso de los oyentes, a la filosofía en largas digresiones muy bien medidas en que aborda temas universales y sin fecha de caducidad que a todos nos importan, a la sociología para hablar de tipos y de personas que están en nuestro mundo actual y mandan en él o lo soportan o lo llenan con su presencia y sus personalidades comunes o heridas. "Fiebre y lanza" no es una novela al uso: un diálogo puede durar muchísimas páginas, los que intervienen en él hablar como narradores de una novela culta, expresarse con un vocabulario abrumadoramente rico en léxico y en hondura intelectual, cuentan cosas que una sola mente o una sola persona quizá no podrían saber o abarcar. Pero eso no lleva a esta obra a despeñarse ni a convertirse en algo frío o irreal, sino que ejerce un efecto de emoción positiva en el lector que le mueve a querer saber más, a querer empaparse de ideas y de conceptos y de nuevas meditaciones que acaso nunca había tenido y le son servidas en largos parlamentos que nunca son producto de la incontinencia verbal, sino resultado de unas reflexiones previas del autor particularmente bien engarzadas y adheridas a la literatura novelesca. Marías trata a su lector con respeto, no lo sermonea, no le descubre asuntos para que se crea más culto ni más sabio circunstancial, sino que le habla con una sinceridad y una cercanía muy difíciles de encontrar en otros escritores: con la capacidad del que sabe acercarse a los cómplices pero nunca los aturulla.
"Fiebre y lanza" es la historia de un español en Oxford que entra a formar parte de un grupo secreto e inmerso en el mundo del espionaje que se dedica a observar a la gente, a predecir sus conductas, a imaginar qué harán en el futuro aquellos a los que escrutan su rostro de hoy para saber cómo será su rostro mañana: una labor muy parecida a la de un tipo de escritor como Javier Marías que indaga, aventura opiniones, arriesga valoraciones, medita con un gran criterio, plasma sus análisis de la realidad con vigor y sinceridad innegable, lo que podemos observar en sus artículos de aparición semanal en un suplemento del diario El País. Así, creo que esta novela que bebe de raíces clásicas en su forma -las voces que cuentan una historia tan fácilmente localizables en las novelas de Joseph Conrad-, es una apuesta de las más acertadas que ha ofrecido el género y, sin duda, de las mejores. Algo nada baladí en esta época de vuelta a la vanguardia enteca y desmemoriada en que se inscriben los creadores de grupos como el Nocilla. Y con este libro de pura literatura, de genuina y valiosísima literatura, de nuevo Javier Marías vuelve a estar a la cabeza de la narrativa española actual y sigue añadiendo obras de gran calado a su bibliografía inigualable.


Lectura recomendada: "Cuaderno de notas", en el blog de Francisco Machuca

El juego del dinero

El capitalismo no está enfermo. No nos engañemos. Tiene una salud excelente, me dice mi amigo Luis Castillo. Si es capaz de solucionar los problemas de los bancos -entidades privadas- con dinero público sin que la gente se eche a la calle, seguro que tiene una salud de hierro: ha calado ya en el fondo de las mentes de los ciudadanos que aquí lo importante es el dinero, los que tienen el dinero, los que administran el dinero, los que juegan con el dinero. Los ciudadanos son números, masa, algo abstracto, intercambiable, volátil, y el dinero es lo real, dice Luis Castillo: el dinero es lo único real y palpable y cierto, y si no tienes dinero has dejado de ser real, palpable y cierto, allá tú si sigues creyendo que eres una persona y que las personas son reales, palpables y ciertas.
No le gusta a Luis Castillo que se les rebaje el sueldo a los funcionarios. No le gusta que la crisis recorte los sueldos de los funcionarios, porque recuerda que cuando había feria en su pueblo subían los precios de las consumiciones en los bares, con la excusa de que eran días extraordinarios, y ya así se quedaban para siempre: la bajada será definitiva, piensa, y no habrá subida compensatoria jamás. Y él no es funcionario, pero a Luis Castillo le parece que podrían recortarse gastos militares y el fraude a Hacienda y con eso conseguir el suficiente dinero para no tener que dar un paso atrás: es un paso atrás quitar lo prometido, aquello que se había dado palabra de dar y había creado una expectativa de logro o consecución desde el instante en que se hizo la promesa. ¿Cómo iba a imaginarse nadie que a mitad de año ganaría menos que al iniciarse el año haciendo el mismo trabajo, cumpliendo la misma jornada, realizando las mismas tareas? Es muy difícil asimilarlo, razones para entenderlo no se han dado las suficientes, y Luis Castillo espera aún que la crisis la paguen quienes la crearon, quienes la originaron, quienes tienen el dinero, no quienes trabajan para conseguirlo sino de los que especularon, jugaron con el dinero y no quieren ahora, malos perdedores, reconocer que jugaron mal, que perdieron, y quieren colocarles sus deudas a otros, endosárselas a otros. Yo jugué y tú no, pero tú pagarás mis deudas y mis errores, dicen esos malos jugadores.
Eso defiende Luis Castillo, que dice además que cada vez ve más capitalismo y menos democracia. Y cada vez se enfada más con esos grandes defensores de las depauperadas democracias que padecemos, tan llenas de agujeros como un colador, agujeros por los que se escapan derechos fundamentales, obligaciones nunca cumplidas, verdades como puños que se disfrazan, se ocultan y se desmienten con un cinismo insufrible. Esos grandes defensores de estas tristes democracias, estas pequeñas democracias, estos simulacros de democracia, dice Luis Castillo (que ama la democracia, que ama esos bellos principios de libertad, igualdad y fraternidad sin preferir uno antes que otro, unidos, unificados, juntos y eternamente revueltos), algún día serán juzgados por la historia de una manera dura, sin trampa, cuando el interés no sea lo más importante, cuando el dinero no sea lo más importante, en una época (que llegará con toda seguridad) futura y previsible y deseable en la que se mirará atrás y se verán estos siglos como nosotros ahora miramos, desdeñosos y satisfechos, la muy superada prehistoria de la humanidad.


Lectura recomendada: "Mis libros favoritos: ´Última noche en Granada´", en el blog de Marcos Callau


Foto: Willy Ronis

Toda la ficción del mundo

Nos machacan con imágenes. Imágenes que se vuelven ficticias, o que llegan ya de tal forma que nos resultan ficticias. Incluso las que vemos en los telediarios. Incluso las que nos traen a nuestro hogar las muertes lejanas o cercanas debidas a accidentes y a guerras, a malos tratos o a discusiones con y sin fundamento. Son muertes que vemos en el mismo aparato que nos sirve para luego contemplar arrobados imágenes bellamente rodadas y rostros que despiertan nuestra pasión o nuestro deseo y que están dentro del cine de ficción. Todo es ficción, proclaman nuestras agotadas pantallas, que siempre desprenden un calor de cosa que no se enfría, que no se apaga, que no duerme, que incansablemente se renueva y tiene en su interior un calor que ha de caldear algo frío nuestro, una atención fría nuestra que siempre necesita más y más, que nunca se sacia, que nunca tiene bastante aunque le sirvan para el rechazable banquete incesantes imágenes de cruda violencia, de sentimientos rotos, de desesperanza absoluta. Nos machacan con imágenes. Han sabido que si nos dan más y no paran nosotros tampoco pararemos, seremos como esos hámsteres que dan vueltas y vueltas en su rueda, presos y medio ciegos y medio atontados en su libertad corta y vigilada. Si nos lo dan todo, lo queremos todo. No nos saciamos, no apagamos, no desconectamos. Y nos sale la ficción por las orejas: hasta los documentales los montan como ficción, para contarnos cómo nace, crece y muere un animal salvaje o uno del zoológico más cercano.
Y de esta manera todo nos lo tomamos como ficción -esas discusiones enconadas entre padres e hijos adolescentes que llegan hasta mi ventana por el patio interior del edificio donde transcurren mis tardes y en las que se dicen gruesas palabras, insultos inauditos, en que todo lo rompen sin sufrirlo porque es ficción y no hay heridas definitivas y la rueda sigue y sigue aunque no haya respeto y acaso tampoco amor verdadero que cure luego y apacigüe -, incluso el tiempo- tan tasado, decimos, con la mente en la frase que vamos a decir y en la obligación que nos espera dentro de unos minutos que son y no son nuestros, que más bien no nos pertenecen y a los que pertenecemos-, nuestro propio y finito tiempo: todo ha de llevar un ritmo -de música decimonónica o de rap o de rock según nuestros latidos internos y los del centro comercial y la tienda y el gusto del vecino que no se contenta con oír lo que sale de su equipo y nos hace partícipes a cuantos vivimos cerca-, todo tiene unas pausas marcadas -como las de los anuncios en la televisión: cuando dormimos, cuando descansamos en el sofá y cerramos unos minutos los ojos porque el corazón y los pies no pueden ya más-, todo conduce a un estrechamiento de las emociones y de los horizontes terriblemente pavoroso. Damos vueltas como un oso que creaba un círculo perfecto -sin saber qué era un círculo ni que le salía perfecto- en un lugar que visité una vez y cuyo nombre ya he olvidado. Qué importa: como todo es ficción, un nombre más o menos no cambia nada, quizá hasta podemos considerarlo accesorio. Es también ficción.
Intoxicados, mareados, salimos a trabajar cada mañana y la gran ficción del mundo no para. Volvemos a casa y continuamos con la ficción. Pensamos que nunca nos moriremos -eso solo se da en las ficciones del cine- y nos encontramos a los amigos a los que no vemos hace muchos años y descubrimos nuevas arrugas y nos buscamos en los bolsillos los años que se han volatilizado realmente mientras nos entretenían tantas ficciones. Pero los bolsillos están rotos, o ya no tienen fondo, o no son bolsillos sino un simulacro de bolsillos. Unos bolsillos donde cabe, oh misterio, empero, toda la ficción. Que va con nosotros, fiel y malvada, sin dejarnos nunca, como una chinche, como una tenia. Aunque apaguemos el televisor, aunque no lo tengamos, aunque no compremos el periódico, aunque huyamos hacia un horizonte verde y con casitas prefabricadas -el colmo de la ficción-. Todo es ficción y, sin embargo, mientras escribo y pienso en quienes me leerán, algo tan abstracto, noto que se rompe una de las cáscaras de la ficción. Y cuando leo libros -de Javier Marías, de Dostoievski, de Patricia Highsmith, de Sabato, de Doris Lessing- noto que otras cáscaras se rompen. Y que sale algo que nació ficción y en realidad se opone a la ficción, me aligera el alma del peso de tanta ficción inútil, de tanta mentira con apariencia de verdad. Al fondo una música de Schubert y algo despierta, algo real e íntimo y comunicable, y ya no me duelen tantas ficciones tramposas, engañosas, y no me duele el mundo ahogado en ficciones y pienso que, como en el desierto, una gota de agua es alimento de vida y puedo continuar. Aunque sólo sea una gota. O aunque sólo sea de gota en gota.


Lectura: Abre de nuevo La Gangsterera, la revista madre del género negro

Las lágrimas de Lindsay Lohan

Es una imagen que depara un interés aumentado porque se trata de una famosa actriz. Llora y su llanto consuela a muchos de sus desgracias particulares, anónimas, cotidianas, incomunicadas. Se paran a ver los ojos de Lindsay Lohan para comprobar que no fingía, que no era la actriz sino la mujer real y común la que lloraba. "Ella también llora", se dicen, "ella también sufre". Hay en muchas personas un deseo de ver sufrir a los demás, de que los demás también sufran, y es algo que intuyo que va en aumento, quizá porque en el fondo estamos muy amargados, muy solos, muy tristes en estas sociedades en las que si no vences, si no sonríes mucho, si no tienes muchos motivos para sentirte un vencedor y sonreír a menudo te quedas apartado, estás tocado, herido. Quieren muchos la revancha y, como en la vida cercana no la encuentran, la buscan en esos programas que proliferan en las cadenas españolas y que con una cámara, un presentador incisivo y desvergonzado y una cara famosa y pagada para dejarse incluso humillar en público ofrecen un espectáculo fácil, atávico y directo que alivia las tensiones, deshace los nudos en el estómago y hasta une momentáneamente a algunas parejas que se odian pero pueden dejar descansar su odio o dirigirlo contra el bien pagado o la bien pagada que se presta al insulto y al desnudo total de su intimidad. Pero me imagino que cuando el televisor se apaga, cuando dejamos de ver a quien voluntariamente -y bien pagado- se presta al escrutinio y al escarnio en la pantalla, el alivio y el odio y la sensación de vida estafada continúan. "A la mierda con este o con aquel", dirán, "que se jodan, que se venga a vivir a mi barrio, que tome las riendas de mi vida, que ya tomaría yo las de la suya". Como si los problemas propios siempre fueran insalvables y los ajenos más dóciles.
Lindsay Lohan llora y muchos la mirarán y dirán: "Que lo hubiera evitado". Yo no suelo compadecerme de los ricos, no suelo mirarlos a la cara, tampoco a los famosos, empecinado en saber más de los que son como yo, de los que no tienen poder, de los que nunca lo tendrán. No sigo las noticias que arrastran a su paso los famosos y no suelo centrar mi odio en nadie a quien no conozco (si es que siento odio alguna vez). Sin embargo, esta Lindsay Lohan mujer y actriz me gusta, me ha arrastrado alguna vez al cine, y he visto en su cara -sin llanto- una sensibilidad sin empaño, trasparente y -cómo decir- fiel, verdaderamente representativa de lo que la mujer -no la actriz- Lindsay Lohan puede ser o llegar a ser ( cuesta mucho precisar sin un conocimiento cercano). Y por eso me he parado y he visto su cara llorosa y he pensado: "Ojalá la perdonen, ojalá no se ceben con ella, ojalá sean pocos los que descarguen en ella su malestar y su odio." Quizá su cara sin llanto me engaña, pero creo que revela a una mujer que merece la pena y el perdón.


Foto: David Mcnew ( AP)
Para José Luis Campos y Graciela Barrera



Un libro
una cama deshecha
recuerdos que lucen
en nuestra mente a veces cerrada y oscura:
el paisaje callado de nuestra vida.