Y de esta manera todo nos lo tomamos como ficción -esas discusiones enconadas entre padres e hijos adolescentes que llegan hasta mi ventana por el patio interior del edificio donde transcurren mis tardes y en las que se dicen gruesas palabras, insultos inauditos, en que todo lo rompen sin sufrirlo porque es ficción y no hay heridas definitivas y la rueda sigue y sigue aunque no haya respeto y acaso tampoco amor verdadero que cure luego y apacigüe -, incluso el tiempo- tan tasado, decimos, con la mente en la frase que vamos a decir y en la obligación que nos espera dentro de unos minutos que son y no son nuestros, que más bien no nos pertenecen y a los que pertenecemos-, nuestro propio y finito tiempo: todo ha de llevar un ritmo -de música decimonónica o de rap o de rock según nuestros latidos internos y los del centro comercial y la tienda y el gusto del vecino que no se contenta con oír lo que sale de su equipo y nos hace partícipes a cuantos vivimos cerca-, todo tiene unas pausas marcadas -como las de los anuncios en la televisión: cuando dormimos, cuando descansamos en el sofá y cerramos unos minutos los ojos porque el corazón y los pies no pueden ya más-, todo conduce a un estrechamiento de las emociones y de los horizontes terriblemente pavoroso. Damos vueltas como un oso que creaba un círculo perfecto -sin saber qué era un círculo ni que le salía perfecto- en un lugar que visité una vez y cuyo nombre ya he olvidado. Qué importa: como todo es ficción, un nombre más o menos no cambia nada, quizá hasta podemos considerarlo accesorio. Es también ficción.
Intoxicados, mareados, salimos a trabajar cada mañana y la gran ficción del mundo no para. Volvemos a casa y continuamos con la ficción. Pensamos que nunca nos moriremos -eso solo se da en las ficciones del cine- y nos encontramos a los amigos a los que no vemos hace muchos años y descubrimos nuevas arrugas y nos buscamos en los bolsillos los años que se han volatilizado realmente mientras nos entretenían tantas ficciones. Pero los bolsillos están rotos, o ya no tienen fondo, o no son bolsillos sino un simulacro de bolsillos. Unos bolsillos donde cabe, oh misterio, empero, toda la ficción. Que va con nosotros, fiel y malvada, sin dejarnos nunca, como una chinche, como una tenia. Aunque apaguemos el televisor, aunque no lo tengamos, aunque no compremos el periódico, aunque huyamos hacia un horizonte verde y con casitas prefabricadas -el colmo de la ficción-. Todo es ficción y, sin embargo, mientras escribo y pienso en quienes me leerán, algo tan abstracto, noto que se rompe una de las cáscaras de la ficción. Y cuando leo libros -de Javier Marías, de Dostoievski, de Patricia Highsmith, de Sabato, de Doris Lessing- noto que otras cáscaras se rompen. Y que sale algo que nació ficción y en realidad se opone a la ficción, me aligera el alma del peso de tanta ficción inútil, de tanta mentira con apariencia de verdad. Al fondo una música de Schubert y algo despierta, algo real e íntimo y comunicable, y ya no me duelen tantas ficciones tramposas, engañosas, y no me duele el mundo ahogado en ficciones y pienso que, como en el desierto, una gota de agua es alimento de vida y puedo continuar. Aunque sólo sea una gota. O aunque sólo sea de gota en gota.
Lectura: Abre de nuevo La Gangsterera, la revista madre del género negro
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