Toda la ficción del mundo

Nos machacan con imágenes. Imágenes que se vuelven ficticias, o que llegan ya de tal forma que nos resultan ficticias. Incluso las que vemos en los telediarios. Incluso las que nos traen a nuestro hogar las muertes lejanas o cercanas debidas a accidentes y a guerras, a malos tratos o a discusiones con y sin fundamento. Son muertes que vemos en el mismo aparato que nos sirve para luego contemplar arrobados imágenes bellamente rodadas y rostros que despiertan nuestra pasión o nuestro deseo y que están dentro del cine de ficción. Todo es ficción, proclaman nuestras agotadas pantallas, que siempre desprenden un calor de cosa que no se enfría, que no se apaga, que no duerme, que incansablemente se renueva y tiene en su interior un calor que ha de caldear algo frío nuestro, una atención fría nuestra que siempre necesita más y más, que nunca se sacia, que nunca tiene bastante aunque le sirvan para el rechazable banquete incesantes imágenes de cruda violencia, de sentimientos rotos, de desesperanza absoluta. Nos machacan con imágenes. Han sabido que si nos dan más y no paran nosotros tampoco pararemos, seremos como esos hámsteres que dan vueltas y vueltas en su rueda, presos y medio ciegos y medio atontados en su libertad corta y vigilada. Si nos lo dan todo, lo queremos todo. No nos saciamos, no apagamos, no desconectamos. Y nos sale la ficción por las orejas: hasta los documentales los montan como ficción, para contarnos cómo nace, crece y muere un animal salvaje o uno del zoológico más cercano.
Y de esta manera todo nos lo tomamos como ficción -esas discusiones enconadas entre padres e hijos adolescentes que llegan hasta mi ventana por el patio interior del edificio donde transcurren mis tardes y en las que se dicen gruesas palabras, insultos inauditos, en que todo lo rompen sin sufrirlo porque es ficción y no hay heridas definitivas y la rueda sigue y sigue aunque no haya respeto y acaso tampoco amor verdadero que cure luego y apacigüe -, incluso el tiempo- tan tasado, decimos, con la mente en la frase que vamos a decir y en la obligación que nos espera dentro de unos minutos que son y no son nuestros, que más bien no nos pertenecen y a los que pertenecemos-, nuestro propio y finito tiempo: todo ha de llevar un ritmo -de música decimonónica o de rap o de rock según nuestros latidos internos y los del centro comercial y la tienda y el gusto del vecino que no se contenta con oír lo que sale de su equipo y nos hace partícipes a cuantos vivimos cerca-, todo tiene unas pausas marcadas -como las de los anuncios en la televisión: cuando dormimos, cuando descansamos en el sofá y cerramos unos minutos los ojos porque el corazón y los pies no pueden ya más-, todo conduce a un estrechamiento de las emociones y de los horizontes terriblemente pavoroso. Damos vueltas como un oso que creaba un círculo perfecto -sin saber qué era un círculo ni que le salía perfecto- en un lugar que visité una vez y cuyo nombre ya he olvidado. Qué importa: como todo es ficción, un nombre más o menos no cambia nada, quizá hasta podemos considerarlo accesorio. Es también ficción.
Intoxicados, mareados, salimos a trabajar cada mañana y la gran ficción del mundo no para. Volvemos a casa y continuamos con la ficción. Pensamos que nunca nos moriremos -eso solo se da en las ficciones del cine- y nos encontramos a los amigos a los que no vemos hace muchos años y descubrimos nuevas arrugas y nos buscamos en los bolsillos los años que se han volatilizado realmente mientras nos entretenían tantas ficciones. Pero los bolsillos están rotos, o ya no tienen fondo, o no son bolsillos sino un simulacro de bolsillos. Unos bolsillos donde cabe, oh misterio, empero, toda la ficción. Que va con nosotros, fiel y malvada, sin dejarnos nunca, como una chinche, como una tenia. Aunque apaguemos el televisor, aunque no lo tengamos, aunque no compremos el periódico, aunque huyamos hacia un horizonte verde y con casitas prefabricadas -el colmo de la ficción-. Todo es ficción y, sin embargo, mientras escribo y pienso en quienes me leerán, algo tan abstracto, noto que se rompe una de las cáscaras de la ficción. Y cuando leo libros -de Javier Marías, de Dostoievski, de Patricia Highsmith, de Sabato, de Doris Lessing- noto que otras cáscaras se rompen. Y que sale algo que nació ficción y en realidad se opone a la ficción, me aligera el alma del peso de tanta ficción inútil, de tanta mentira con apariencia de verdad. Al fondo una música de Schubert y algo despierta, algo real e íntimo y comunicable, y ya no me duelen tantas ficciones tramposas, engañosas, y no me duele el mundo ahogado en ficciones y pienso que, como en el desierto, una gota de agua es alimento de vida y puedo continuar. Aunque sólo sea una gota. O aunque sólo sea de gota en gota.


Lectura: Abre de nuevo La Gangsterera, la revista madre del género negro