Un buen relato, a
estas alturas, me parece que pide una escritura creativa, tendente a la
originalidad y con una adjetivación rigurosa pero bien entonada, con algunos
trazos soñadores, pues no todo ha de ser tajante y funcionarial en nuestro
mundo. Eloy Tizón es uno de los mejores adjetivadores que conozco: viste al
sustantivo con prendas como luces que no deslumbran vanamente, con colores
inteligentes y raudos, mediante una destreza bien propuesta, delicada, atenta a
la alegría y a la imaginación, todo lo que parece olvidado por tantos
escritores que se conforman, que se conforman demasiado, como si la escritura
fuera una redacción escolar. Pero escribir es dar pasos más allá, aventurarse,
salir de los propios límites. Y en este relato sin duda hay pasos más allá, en
la escritura y en algunas escenas no fácilmente codificables, ajenas a la
reducción en un destello televisivo, en un fogonazo aclaratorio. No es Tizón un
escritor domesticado, y su plasmación no es una caída, sino un ejemplo magnífico
de palabra con brillo propio.
Pero si este relato aparece
a nuestros ojos como sencillamente espléndido, en la cumbre de los mejores que
un escritor actual puede escribir, es también gracias a la historia, que se
cuenta como de soslayo, sin conclusiones claras, como en un acercamiento
desmayado, sin verdades como tótems, más con heridas y marcas que con piezas
acabadas y perfectas, como la vida de hoy en día, sin certezas, sin conquistas
definitivas, sin deslumbramientos duraderos. Y es gracias también al humor,
fino y punzante como una aguja en manos de un niño que pincha con cuidado a un
adulto con el que juega, un humor equilibrado y sin derrota, sin cinismo vacuo
y sin guiños remarcados: un humor de cuerda que nunca se tensa, un humor como
luz leve que te toca y sigue su camino.
Con todo esto, con
un final abierto y con algo de crítica lúcida y nada cargante ni sermoneadora, Ciudad
dormitorio es un relato de antología, un relato de un escritor maestro que
se sabe poderoso y flirtea en algún momento en el texto con el juego bonito,
como los futbolistas talentosos que se recrean en sus habilidades, pero muy
brevemente: solo son minúsculas manchas junto a tanta maravilla, tanto buen
hacer, tanto genuino buen trato al lector que se sabe ante uno de los más
destacados, más afianzados artífices de lo mejor de este juego sin igual y con
un pie en lo eterno que es la literatura.