Donna Tartt: El jilguero

    


     No me cabe duda de que El jilguero es una gran novela, pero no me atrevería a catalogarla como obra maestra. Me parece que puede ser un libro muy influyente, porque su habilidad para combinar la aventura (e incluso la acción) con la meditación y la indagación existencial es sumamente destacable, casi sobresaliente. Pero en su apuesta por mostrar un mundo referencial y dialogante con muchos objetos vivos ajenos pero marcadamente culturalistas tiene lo mejor y lo peor, lo más acertado y a la vez el mayor lastre. Lo que lleva a la trama a un final que se acerca demasiado a la inverosimilitud y exige del lector una complicidad inapropiada, un cerrar los ojos arriesgado, demasiado propio de una ficción que fuerza el guiño o la pose pretendidamente natural pero en definitiva pose. Por lo mismo que considero que Breaking Bad no es la mejor serie de la historia, puesto que ocupa The Wire (exceptuando su última y prescindible temporada) gracias a su contacto friccionante con la realidad,  El jilguero no es ese primer clásico del siglo XXI con que nos lo venden porque no toca de verdad lo que, como una hoja de papel afilada, corta. 
     Me imagino que será muy influyente esta novela porque habrá quienes sigan su senda y sin complejos narren historias con escenas muy intensas, con disparos y robos, y lo hagan con una prosa de gran calidad (cuánta falta hace), con personajes que no están hechos de cartón piedra y con escenarios y conocimientos no solo almacenados para la ocasión y vertidos como lo que sale de un buche lleno con prisas. Habrá escritores que beberán de este libro (es un best seller, además) y aprendan mucho con él, y eso nos beneficiará a todos los lectores. La historia de amor del hijo por la madre muerta está contada con precisión y con un gran gusto, y los hilos de esa madeja que van apareciendo a lo largo de todo el libro son literatura de la mejor, la que indaga y sufre y arranca sonrisas y recuerdos propios al lector y lo conmueve sin falsear y lo altera para que no olvidemos que la otredad es lo más valioso.  Que esos hilos hagan una madeja que se ha dispersado a lo largo y ancho de todo el libro es su mayor logro: qué cansado está ya uno de esos autores que caracterizan, lo vierten todo en un capítulo y, satisfechos, se olvidan y siguen como si el tiempo no fuera circular, atemorizante cuando vuelves atrás la vista, gozoso cuando contemplas con pureza momentos que ayudan a vivir. El jilguero es una oda a la pérdida, a lo no conseguido, a lo que se ama sin que nos pertenezca. Y esa oda es magnífica, magnífica y apasionante. 
    Pero las referencias, los contextos que provienen de lo que ha bebido el creador del arte que ama o lo fascina, las escenas y las explicaciones que no existirían sin la obra previa de Dostoievski, de Rembrandt, de algunos filósofos, de Dickens, me hacen pensar en un trabajo experto clasificador, de jugador hábil con la baraja, de ilusionista que habla impostando la voz para que lo que oigamos nos aleje de lo que distrae y puede ser lo que hay tras la magia: orden, control, un cerebro bien amueblado y experto que ensambla y no consigue ocultar los errores en la lectura más concienzuda y se topa con lo frío y lo mecánico y lo endeble al usar tan a las claras las piezas ya usadas, ya vistas: y no acierta a esconder lo prefabricado, por tanto. No es que sea lo preponderante en El jilguero, pero no hay manera de no verlo. Y se echa de menos un contacto genuino con la realidad, no a través de personajes modernizados y de situaciones corrientes en la novela negra o de suspense que no van más allá de lo que en manos de autores menos capacitados, pero muy sinceros con sus capacidades, produjeron. La novela no se destroza, pero sí adolece de más verdad propia, de más miedo, más amor, más esperanza fundamentada en los actos y miedos y deseos de amor y de esperanza de estos personajes, no de los personajes de los que son a ratos solamente un reflejo. 
    Son pegas, son objeciones a una gran novela (hay muchas loas bien fundamentadas en otros lugares de lectores apasionados) y la novela los resiste, no os quepa duda, pues nunca extravía el ritmo ni el interés y sus 1100 páginas tienen dentro muchos pasajes y muchas escenas memorables, de uno de los grandes talentos de la ficción de nuestro tiempo (esa sí me parece una afirmación irrebatible) que da una lección de cómo amenidad y enjundia no son enemigos y en ocasiones resultan muy complementarios.