E. L. Doctorow: El lago




   Ante los grandes libros, uno se siente a veces pequeño. No ocurre cuando el libro busca y consigue tu complicidad. Es lo que pasa con El lago, libro que no es fácil pero sí de alta satisfacción lectora si te planteas abordarlo con tiempo estable y reposada imaginación. Tiene páginas sin una puntuación habitual, una estructura no lineal y, a la manera de Faulkner, espacios rotos en la acción que son puro anticlímax para el lector devorador de capítulos. Y, sin embargo, esto no es impostado, no es artificio porque sientes que el libro está bien expresado de esta manera poco convencional, pues su historia contada de manera más asequible sería falsa, se presentaría vacilante, coja: Doctorow narra desde los huecos y desde los reojos y solo de vez en cuando mira directamente, señala con un dedo gigante, se vuelve irrefutable. El lago tiene una historia esquiva, de esquinas salientes y no de fachadas bien presentadas y vanamente deslumbrantes. Está hecho de tierra a ratos firme y de sombras que se escapan, como la vida real. Y a la postre esta historia se vuelve más creíble porque no se lanza bien lavada y peinada y vestida con su mejor traje: donde faltan comas en los párrafos hay verdades que se dicen mejor sin decirse, donde hay frases largas sin puntos que las doten de un ritmo domesticado hay vecindades de ideas y de sensaciones y de sentimientos más puros, más hondos. 
   Doctorow escribió un gran libro para lectores que buscan la complicidad, no el sometimiento, y eso es ideología, como bien sabía también Cortázar, y deslizándose hacia terrenos poco transitados elude la estulticia de la épica discurseadora, la inanidad de las cicatrices románticas que son trampa para desvelados incorruptos, mezcla y no define sino que brinda trazos, trozos, estampas, la materia con que se hacen las vidas que no están predefinidas. Por eso, ante este libro uno se siente pequeño y a la vez feliz. Quizá no pueda empatizar con un personaje principal, quizá le duelan sus actos y sus omisiones, quizá se revuelva ante ciertas crudezas de una época cruda, quizá le pinche que no haya un sentido, una exclamación rotunda antes de la caída del telón, un dibujo fijo que al menos sirva para contarle a otro lector qué es El lago, qué pasa en sus páginas. Pero esa afortunada conclusión es la que presentan unos pocos libros grandes, esos que no pueden ser reducidos a un argumento moldeable para formatos como el cine y solo en sus palabras, en su belleza y en su poesía viven y son una sola cosa comprensible y eternamente pujante y exhiben una inagotable vida propia. No, amigos, El lago no es una obra maestra (no creo que su autor la concibiera con ese finalidad tontamente académica), como todos sus lectores ya saben, ni falta que le hace para ser un texto perfecto para inacabables relecturas. Es ese gran libro que a todo escritor de obra amplia le gustaría tener en su pasado creador.