Ana María Matute: Los hijos muertos

   


  Lo que la literatura nos da, y que difícilmente nos dará este mundo cada vez más empobrecido en lo físico y en lo menos físico, es el matiz, la ampliación que otorga el matiz, la definición que aplica el matiz bien elegido, el matiz sentido. Cuando Ana María Matute escribe en esta inmortal novela "un odio pasivo y sin esperanza", el lector atento se para y piensa, está ante un color y una atmósfera y una sensación que la gran autora ha añadido al sustantivo, ante un pasado y un futuro y un presente que cabe en dos palabras y en dos palabras es lanzado como desde una catapulta muy lejos, quizá hasta el infinito (acaso el infinito del tiempo). 
   Pocas veces la cotidianeidad nos permitirá pararnos, dialogar, hallar un espacio para decir, escuchar, captar algo semejante, pues la cotidianeidad quiere correr, quiere ser humo y figura que dobla la esquina y escapa veloz y ciego, como un animal liberado que no tiene ya guarida y sin embargo se aleja presuroso hacia la nada del paisaje vacío y abierto. Pocas veces habrá en que alguien te susurre, te grite esas dos palabras (adjetivos que no solo visten, sino que hacen crecer, como vitaminas puras) y te aparte del tráfago de lo cotidiano para que las sientas y las desmenuces en su sentido último y perdurable pensándolas con el amor y la paciencia con que repasas un recuerdo imborrable. 
   Apenas en unas pocas manos de escritores que nunca desaparecerán puede uno descubrir, entre las líneas conocidas, otras que dotan de sentido a lo menos visible, a los menos mencionable, a lo menos asible. Apenas unas pocas manos le guiarán a uno mientras lee de una manera tan atenta, tan sencilla, tan cómplice y tan alejada de la falsedad de lo verborreico fatuo y lo descollante obtuso. Apenas unas pocas manos como las de Ana María Matute, una de mis maestras, autora de libros que me inspiran e iluminan el que sea que es mi camino, a la que leo, releo, con la que redescubro la literatura y la vida, como a tantos otros lectores que seguro que comparten mi valoración de la escritora barcelonesa como una de las mejores mentes creadoras de nuestras letras, la de prosa narrativa más aceradamente lírica y más líricamente acerada, la dueña de una voz y un estilo que solo poseen los mayores genios, la amiga impagable que escribía para decirnos lo que en su alma no podía dormir sosegado sin ser compartido, por duro y por difícil y rasposo que resultara al contarlo. Ana María Matute, que con Los hijos muertos nos dejó una novela que es un hito de la literatura en español.