Cumple El lobo de mar con todos los requisitos para ser considerada una novela inmortal: nos lleva a un tiempo de aventura, nos permite reflexionar sobre asuntos decisivos de la existencia, tiene un personaje poderosísimo y no agota las posibilidades de lectura por muchos años que cargue encima el lector del libro. La aventura nace con un personaje que no es ducho en tareas marítimas y tiene que aplicarse con todo su intelecto y su voluntad a aprender para no morir en el empeño. Con él descubrimos el carácter rudo de los marinos, cómo la vida es insignificante en alta mar, cómo la supervivencia primera consiste en mirar solo por tu propio pellejo. Y con él amamos la vida en los lugares de cielo alto y horizonte infinito, deseamos perdernos en fuga hacia un sitio del que no se conoce ni nombre ni localización. Un sitio hacia el que quizá no los lleva el lobo de mar, el capitán del barco, inteligente y muy fuerte, que aunando cerebro y músculo ha llegado a la conclusión de que el más fuerte está obligado a imponerse. Los diálogos que el protagonista mantiene con su enemigo y maestro son de lo mejor que ha ofrecido la literatura universal: palabras fieras, conceptos encontrados, un filo permanente en cada mirada y en cada gesto. Odiamos a Lobo Larsen como lo odia el narrador. Y se nos impone su presencia con un vigor absoluto, como la figura de un padre cruel o un conquistador con una sola ley: la propia.
Leer este libro con pocos años sirve para crecer, leerlo con muchos sirve para saber para qué se ha crecido. Jack London era un hombre comprometido con sus semejantes, a quien le dolía el dolor de sus semejantes, y eso se percibe en la lucha, el dolor, los enfrentamientos, los temores, los horrores y los miedos que vemos en los personajes que se han embarcado con el lobo de mar y se sienten presos, humillados, inanes ante las órdenes y bajo el mandato de un ser que mata si es desobedecido, que aplica sanciones ejemplares y sangrantes. London era un rebelde, pero un rebelde con causa: muestra qué ha endurecido a Lobo Larsen, qué ideas bullen tras su ceño fruncido, hace de un lobo un hombre y se aleja a toda prisa del maniqueísmo y de la falsa moral para que sepamos que este hombre es, ante todo, uno de nuestros semejantes, como muy bien queda plasmado en la parte final de la novela. La vida es esto, dice London: un amo y sus siervos, que no poseen derechos. Un amo curtido e inteligente, que se ha instruido bien, que discute de filosofía y de cuanto le plantees, pero que no cede ni un ápice en lo que considera sus dominios y sus derechos, logrados con el miedo y con la fuerza. Tan real es este Lobo Larsen que asusta, tantos años después, cuando en tantos otros podemos verlo reflejado.
Y queda un detalle más, una apuesta valiosa de London por la igualdad de la mujer, por su valía y su capacitación al incorporar a la historia a un personaje fundamental, que no es una concesión sino una aparición necesaria para el equilibrio y la credibilidad. Sin ella, Humphrey, el protagonista, no tendría un objetivo para salir adelante. para mejorar, pues sin el otro no hay nada que tenga sentido, afirma London, sin la cooperación y la unión no hay futuro ni superación de los límites cerrados del yo, de la supervivencia personal, egoísta. Ella es el amor, claro, como espera cualquier lector, pero ella es también la constancia, el optimismo, la coherencia, la compasión por el vencido, ella es lo que no tiene Humphrey, lo que complementa a Humphrey y lo hace más real y más vivo. Ella es, ella da, ella recibe.
Novela inmortal, clásico para todas las edades, El lobo de mar es una novela mayor de la literatura y un libro que produce alegría, que empuja a sentir alegría. Lo cual es una bendición en estos tiempos (acaso en cualquier tiempo).