John Cheever: Adiós, hermano mío

 


   Sin duda, uno de los mejores relatos que he leído, Adiós, hermano mío cuenta una historia que conmueve y sacude como una bofetada en pleno rostro. El uso del punto de vista es absolutamente magistral, con esa voz que narra con lirismo, dureza, distanciamiento y acercamiento pendulares y una crudeza final que apabulla. Cuando nos preguntamos qué evolución ha de tenerse en cuenta en la narrativa, no puede dejarse de lado de ninguna de las maneras a autores como Cheever, que con relatos como este ayudó a avanzar, a mover las agua quietas y a fijar un canon de realismo inextricablemente unido al abordamiento crítico de la realidad que siempre será necesario para juzgar qué dio de sí este invento de la palabra escrita. Estas páginas en las que un hermano habla de otro, lo juzga y se siente juzgado tiene hondas raíces clásicas, por supuesto, pero también un personalísimo instinto creativo detrás que empuja a la renovación mientras fija las maldades de una época concreta, de una clase social concreta, de unos satisfechos hijos de un concreto tipo de familia que son retratados lúcida y atinadísimamente no desde fuera, sino dándoles voz, dándoles vida, dándoles espacio para expresarse y mostrarse.