La intensidad de las narraciones de Iris Murdoch tiene difícil parangón en la novelística contemporánea. Cómo aúna meditación con acción es algo que tampoco admite muchas comparaciones, al menos en el nivel que ella alcanza. Podrá discutirse la validez de algunos elementos de sus historias, pero el desarrollo de las tramas es impecable, inmejorable. Si rechazamos lo superficial, veremos que en novelas como esta hay una inteligencia fuera de lo normal, una plasmación de ideas en personajes e historia que remite a los clásicos más antiguos, los que nunca pasarán de moda, los que inventaron el contar entretenido y el narrar con peso y sin gravedad en palabras escritas. Iris Murdoch es un gigante entre autores importantes, medianos o inocuos, entre merecedores del Nobel y del aplauso del público y de la crítica, entre los más destacados y los más señalados para perdurar. Por eso, la lectura de cada una de sus novelas es para mí un acontecimiento.
El hijo de las palabras está contada en primera persona por alguien que ha malogrado su juventud y el principio de la edad madura por un error cometido en el pasado del que nunca ha podido desprenderse, desengancharse, como otros lo harían de un pegajoso espino. Pesa sobre su conciencia haber viajado demasiado deprisa en un coche y haberlo estrellado con el triste resultado irremediable de una muerte que nunca debió de producirse: mató sin querer a la mujer de su mejor amigo, con la que mantenía una relación amorosa. Se destruye después él a sí mismo negándose todo deseo y entregándose a la compañía y el cuidado de su hermana, una débil y fea seguidora fiel que lo quiere más que a nadie en el mundo y que aspira a ser feliz a su lado, no con otro hombre. Con este punto de partida, Murdoch plantea una drama que no tiene miedo a rozar el melodrama, a recurrir a los engaños amorosos, los encuentros clandestinos y la tragedia y que roza lo increíble sin desfallecer jamás, sin darnos gato por liebre, sino, por el contrario, alta, altísima literatura sustentada en un dominio mayúsculo del arte narrativo que lo abarca todo: la creación de personajes, el equilibrio de lo dicho y lo callado, el deslizamiento prodigioso en el mar de atracciones y repulsas que dominan las vidas de los implicados en el drama, la inserción de las meditaciones más oportunas y sabias que, desde Sartre, se han visto en la novela que no es de tesis ni simula ser novela siendo solo ensayo filosófico.
Dejando de lado lo fácilmente transitable, lo epidérmico, lo fácilmente conductual, Iris Murdoch hace verdadera novela, arte novelístico sumo que brilla en una adjetivación de alta perfección y somero derroche deslumbrador, se arriesga a no acudir a los tópicos ni a las caracterizaciones simples y profesa la fe del novelista que cree en lo complejo, en lo trascendente de su tarea creativa y no se arredra ante los desafíos enormes que plantea escribir novelas cuando tantas novelas se han escrito ya. Ni mucho menos: si hubiera que ir tirando por la borda en un viaje que requiere muy poco peso los objetos que no son imprescindibles, las novelas que no ayudarán a vivir, sin duda El hijo de las palabras no caería al mar del olvido arrojado por nuestras manos y nuestra memoria, porque pocas voces han hablado con tanto tino del olvido y del rencor, de la presencia y la ausencia de Dios, de la soledad y del destino y de la casualidad y del eterno retorno.