Pío Baroja: La busca

   


   Pío Baroja es uno de los grandes maestros en dotar de lógica a un relato y en mantener el lógico devenir de unos personajes y eso está presente -y en qué alto grado- en La busca, una novela realista y con amplios detalles de caracterización psicológica de la mejor calidad. No falta, por supuesto, en la novela el valor más destacado de la literatura barojiana, el afán de verdad, que quizá en ningún otro autor, salvo Balzac, he visto tan puro y coherente. La historia de los años de entrada en la edad adulta del personaje principal, Manuel Alcázar, es vista por el autor vasco con la exacta distancia que requiere la novela para no ser ni melancólica ni blanda, ni agresiva ni chocarrera, ni desapasionada ni demasiado envolvente en las miserias y tristezas que jalonan la busca de Manuel mientras intenta encajar en el mundo. Como es habitual en Baroja, se comprende al desamparado, al vencido y humillado, se elige viajar a su lado y entender sus errores, se trata al desposeído con aprecio y se sitúa la mirada narrativa a su altura. No hay condescendencia, no hay rechazo, por supuesto, y tampoco hay una moralina rampante detrás, una conclusión cercana al ya-te-lo-dije, ya-se-sabía, pues la comprensión que del ser humano muestra Baroja en esta primera parte de la trilogía La lucha por la vida, por sus debilidades y sus miedos, es nítida y apasionante en su valoración amplia y acogedora, abierta y congregadora de una esperanza de futuro que no siempre es señalada ni destacada cuando se realiza un estudio sobre este inmortal relato.   
  Hay muchos personajes dentro de La busca, muchos mostrados al vuelo -aunque con una precisión raramente igualada por su viveza y su amplia variedad descriptiva- y otros fijados con precisión, los más relevantes, como es costumbre en Baroja, que amaba el discurrir de la novela como el de un río con mucha agua. Hay algún momento en que se abandona el curso principal de la historia, pero no importa: todo lo que se cuenta hace mella en Manuel, ayuda a definir su personalidad, lo enriquece como persona y le sirve para decantarse por unas vías y no por otras en su incipiente caminar solo por un mundo de pobreza y de exclusión, de dolores asumidos como inevitables, de acatada injusticia social que, como es también habitual en una novela de Baroja, se nos muestra con la justa crudeza y la entereza agria que resultan de ver cómo los de arriba se sujetan a su silla y solo reparten limosnas entre los que no tienen para sobrevivir más que un suelo duro y una batalla incansable por delante cada día para conseguir un trozo de pan y un bocado de queso. Hay páginas que cuesta leer, hay sufrimientos que apenan, pero no ahorra detalles nuestro admirado autor porque sabe que hurtarlos sería desdibujar, alejar, mentir: así, la entrada y salida de Manuel en la delincuencia conmueve porque vemos al personaje débil e indeciso frente a sus compañeros curtidos y entregados con fatalismo a su sino, pero conmueve por sustracción, nunca por exceso, lo que debió de agradar a Hemingway, lo que sin duda -junto con otros aspectos no menos decisivos- influyó al Marsé de las novelas más logradas y al mejor -olvidado ahora o arrojado al limbo- Camilo José Cela  a lo largo de toda su desigual carrera: la vida era así, parece decir Baroja, y yo no puedo ni quiero quitarle lo que la define de verdad. Por eso sigue leyéndose a este escritor hoy en día más que a ninguno de su generación y por eso hay muchos que defienden que es el mejor novelista español del siglo XX, por eso sigue generando polémica su figura y poca o ninguna discusión la grandeza de su obra. Aquí estoy, con otros a los que viví y traté, dice Baroja entre líneas, y con su estilo directo, intuitivo, desacomplejado y antirretórico, en suma inmortal, nos legó historias que nada borrará.