Simone de Beauvoir: La sangre de los otros




Francia, antes y durante la segunda guerra mundial: es el marco elegido por Simone de Beauvoir para hablarnos de la libertad y de la sangre de los otros, del remordimiento y del amor, de la amistad y de la necesidad de decidir cuando hay quien pone una bota sobre tu cara. Y no pudo hacerlo de mejor forma: con mucha, muchísima literatura, con tanta literatura de la mejor calidad que sorprende y regocija. Porque el que se acerca a la novela de un pensador siempre avanza con prevención, con cierta desconfianza, temiendo que solo haya ideas y pocos personajes sostenidos con un andamiaje literario sólido. Nada de eso ocurre en esta novela emocionante y sincera y atrevida, narrada en tercera y en primera persona a la vez, con las voces de quien cuenta la historia y de los dos personajes principales, que se aman y se acercan y se alejan y apenas llegan a entenderse, a saber cómo darse, cómo no engañarse mientras existen el uno para el otro. Él, Blomart, no quiere comprometerse, no desea amar, solo piensa en su trabajo, elegido libremente abandonando antes a una familia burguesa, y en sus deseos de un mundo más justo, para lo que participa en mítines y en reuniones de un sindicato que nunca lo alejan del todo, íntimamente, de su familia y de un arraigado sentimiento de resignación y arrepentimiento. Ella es hija de unos confiteros, lo ama y no quiere pensar más que en amarle, en evitarle todo daño, todo dolor, también en evitarle que se aleje de ella: su sentimiento es total, da sentido pleno a su existencia, difumina los contornos y las verdades del mundo, ya sean sociales, políticas o de cualquier otro tipo. 
En una perfecta combinación de voces que narran y se interrogan, la novela avanza por el tiempo de los personajes y el tiempo de la historia. Porque vendrán los alemanes, se adueñarán de París y el sindicalista y la jovencita atrevida serán arrastrados por los caminos de las decisiones impostergables. No puede narrarse mejor, creo, de manera más creíble la peripecia de los dos, sus encuentros y desencuentros, no puede mostrarse mejor por qué cambian, por qué dudan, por qué aman. Con una técnica transparente, abierta y moderna, Simone de Beauvoir nos arrastra hasta el centro de las motivaciones y los desvelos, la lucha y el ansia de no morir. Porque los personajes claman para no desaparecer, para no ser reducidos a un instante en la nada, en el vacío, y su grito existencialista conmueve aún tantos años y tantos libros después, con tanto desengaño y tanta pasividad y tanto desencanto como llevamos encima los hombres y mujeres de este inicio de siglo decadente y plagado de mentiras sociales y políticas. Su grito desesperado halla eco y sigue vivo para quienes persiguen todavía todo lo que nunca se ha conseguido de verdad. 
Decía hace poco un conocido autor español que la figura del escritor tiene cada vez menos valor en nuestra sociedad. No seré yo quien lo niegue. ¿Cuántas novelas hay que cuenten lo cierto e innegable de nuestro tiempo? ¿Cuántos intentos hay de viajar hasta el centro de lo que nos duele y nos corroe hoy en día? ¿Cuántos autores hay que no piensen en las presentaciones de sus libros, sino en el contenido de los mismos, en el valor de la imperfección desoprimida y aunada a la valentía de no autocensurarse? ¿Cuántos escritores buscan algo  más que una carrera literaria? El escritor no ha perdido valor: lo han perdido sus libros. De ahí que me parezca tan urgente la necesidad de recuperar a grandes de la literatura como Simone de Beauvoir y libros imperecederos como este. 

Miguel Ángel Muñoz: La canción de Brenda Lee

Aparece este libro que deparará muy buenas críticas y altas valoraciones de nuevo a su autor, uno de los mejores escritores en activo de nuestro país, experto en la poética y la historia del relato y autor de un libro imprescindible: La familia del aire




Manifestaciones y artículos

¿Por qué en la televisión las imágenes de todas las manifestaciones de protesta empiezan y/o acaban siempre con los altercados, las luchas y la sangre? Eso me preguntaba a mediodía, masticando aún y con los ojos entrecerrados, lento y apático en un día festivo. Nos gusta el espéctaculo, y la televisión es, ante todo, espectáculo. Pero hay también un deseo de atemorizar, medito, de empujarte con fuerza a la reclusión y a la contemplación pasiva. Porque la televisión quiere televidentes, ante todo: es su objetivo final. Que haya más mirando que participando. Luego se trata de un medio que empuja a ser reaccionario, pienso en términos algo anticuados -pensar y citar a Sartre, Simone de Beauvoir, Camus y otros autores que escribieron novelas y textos de ensayo lo sitúa a uno de inmediato en un lugar con olor a cerrado y caduco, yermo, anticuado (yo mismo apunto las descalificaciones, así las que vengan caerán sobre mojado)-, a no moverse, a no cambiar nada. Quizá por eso estamos tan quietos, tan meditabundos -aunque en nuestros cerebros no bullan ideas, sino masas informes de vacío anestesiante (esta frase me ha quedado excesiva pero contundente, contundente pero poco original, como todo lo que llevo escrito, pero, en fin, lo dejo)- y tan perplejos. Quizá por eso seamos tan infelices, nos sintamos tan poca cosa aunque aparentemente estemos cómodos y relativamente tranquilos y satisfechos -algunos, algunos, que las generalizaciones entrañan el riesgo del vacío hondo: como tirar piedras a un río demasiado profundo-; quizá por eso (he puesto un punto y coma, algo pasado de moda y que remite aún más a los viejos textos ya por todos medio olvidados, pero, en fin, lo dejo, que si corrijo a fondo no habrá escrito, al fin y al cabo) seamos como somos (y mejor no me extiendo, que la idea inicial ya no da para más) y al apagar el televisor suspiremos y pensemos que es una suerte estar a este lado de la pantalla (Ahí quede la cosa. De esta he salido. A ver qué tema toco  en el próximo articulillo) . 

El mundo más real

Después de una charla con mi amigo José Abad, escritor, me digo que siempre he buscado -anhelado incluso- hallarme ante una literatura que haga más real el mundo. 

Mad men

La serie Mad men tiene mucho de cotilleo, oye, y quieren colárnoslo como algo tremendamente meditado y serio.