
Jeza es un hombre íntegro, un hombre que a ojos de su hermano es puro, que para su compañera es la vida. Jeza es un hombre ideologizado, que no pide pero es seguido, que no exige pero puede ver cómo se cumple lo que indica. Un producto de otro tiempo, cuando a los hombres se los seguía ciegamente, cuando un hombre sólo con sus palabras llevaba un fanal inmaterial pero absolutamente visible por la oscuridad del mundo, siempre tan cruel, tan envilecedor, tan desesperante si no se ve algo más que lo propio y lo delimitado por las costumbres y las mezquindades propias de cada época. Jeza imanta. Y ésta es la historia de Jeza, de quien lo admiró y lo amó, de quien creyó en él, de quien fue hacia él como esos seres pequeños y sumisos que corren a quemarse en la luz.
Ana María Matute es una de las grandes narradoras de nuestra literatura, de las verdaderamente grandes, y con esta novela (segunda de la trilogía Los mercaderes) insistió en mostrar el interior de unos pocos personajes sin esconderlos, sin apartarlos de los hechos más importantes que los rodean y los marcan, aunando psicología y crítica social sin romperse los dedos en complicaciones idiotas, complicaciones que al cabo puedan parecer simplemente fortuitas. Leyéndola hay veces en que uno siente su universo creativo cercano al de Juan Carlos Onetti, algunas páginas (durante la narración de un aborto, por ejemplo) duelen con una rara intensidad, de una manera extraña, como ocurre también leyendo a Luis Martín-Santos, a Miguel Delibes: un dolor que comunica, que limpia, que proclama.