ella misma pegada, golpeada, una noche, otra noche, pegada con la mano, con el puño, con una vara, con un alambre largo, pegada por él cuando su mueca se contraía más de prisa por efecto del alcohol, pegada, pegada, pero sin sentirlo casi porque la comida antigua y la comida nueva, la comida que es casi como tierra que ella come y que ha buscado por los estercoleros, la ha ido poniendo redonda, hinchada en la menguada extensión que media de su pie pequeño a su moño ya menos alto, arrebujada, sucia, bajo las telas que no despega de su piel, puede sentir los golpes y adivinar por su ritmo la proximidad del momento en que el alfeñique caerá a su lado y roncará sin que el dolor pueda significar para ella otra cosa que medida del tiempo que la separa del reposo y no dolor verdadero dolor como el que pueda sentir quien sea persona, sino sólo señal de la proximidad de su marido, de que es de noche, de que éste ha podido traer dinero hoy y que por eso ha bebido y por tanto, si ha habido suerte y no ha bebido todo, mañana podrán comer, pero no dolor como cosa que molesta o hiere, sino sólo señal de su proximidad