
No se puede despachar esta novela simplemente metiéndola en el cajón de las novelas de formación. Ni mirarla con desdén porque esté escrita por un autor que no es de los más celebrados o vitoreados. Abriendo los ojos, dejándonos de etiquetas fáciles, veremos que estamos ante una obra de un escritor muy bien formado e informado, con un oficio como pocos en nuestro país, que sabe buscar una historia, ahondar en ella y plasmarla con una solvencia narrativa envidiable. No es nada fácil contar la historia de un verdugo sin caer en tópicos, no es fácil ahondar sin que parezca que todo lo que se dice es producto de refritos, de datos ajenos, de copia o de préstamos sacados de otros libros y de películas; mal que aqueja, dicho sea de paso, a buena parte de los literatos actuales. Peramo crea desde dentro y luego va fuera a completar. Primero busca, identifica, y luego traza, delimita, hace con las palabras. Crea, así pues, no recrea.
La historia de un verdugo del franquismo, contada por un muchacho que lo conoce y lo frecuenta y le teme y lo espía está servida sin prisas, dándole tiempo al lector a ver a los personajes, a creer en ellos. Peramo nos los presenta poco a poco, nos va acercando a ellos, consigue que nos resulten familiares y al final necesarios. Leer se convierte en un gozo, no en una tarea: un gozo porque queremos saber más, porque estamos dentro de la trama y compartimos destino con quien narra, somos él también (empatía). Además, ambientada la novela en 1986, no tema nadie que esté ante otra historia del pasado, pues se cuenta hacia delante, con el peso intacto del pasado pero con la mirada de un joven de los ochenta del pasado siglo. Adereza con buenos detalles costumbristas Peramo y nos pasea por el campo de las decisiones morales, trascendentes, que se dan en todas las vidas, aun en las que parecen más aburridas y cotidianas. No le sobra a nuestra actual literatura realismo del bueno -deja caer Peramo aquí un nombre muy reivindicable: Daniel Sueiro-, del que no es almodovariano ni berlanguista ni delibiano ni ferlosiano, sino que tiene que ver con lo que los maestros del XIX, como Balzac, apuntaron y establecieron con obras en que sus protagonistas viven momentos claves de su existencia y están obligados a tomar caminos, a definirse, a ser (satreanamente dicho): por estos confines caminan firmes las mejores páginas de este libro. He aquí un magnífico premio de la Crítica para el próximo año, un perfecto premio Nacional de Narrativa que subiría listones, aclararía cosas y crearía nuevos lectores y futuros escritores gozosos.