Tenemos una guerra
en Europa. Una guerra inesperada, que no se encoge y a veces parece que amenaza
con extenderse. Cuando leo noticias sobre algunas personas que son presentadas como
héroes, como actuantes heroicos o supervivientes heroicos, no siento que se despierte
una gran simpatía en mí por ellos, quizá porque de la guerra uno lo espera
todo: lo malo y lo bueno, lo cobarde y lo designado como excepcional. Pero sí
me paro ante la pantalla cuando veo cifras. Cifras de caídos, de derrotados, de
empujados del anonimato al anonimato más definitivo y cruel. Esa cifras, que no
siempre son elevadas en la actualizaciones permanentes, encogen mi ánimo, me
detienen con rotundidad y me aturden. Caen estos, caen esos otros, caen aún más.
Y luego veo que los que mandan en la guerra aún están ahí, lanzando frases
envenenadas, retándose, aduciendo razones para seguir avanzando o para no
retroceder. Y las novedades de la guerra descansan en las portadas de los
periódicos o inundan con sus rojos repelentes los titulares de los noticiarios.
Pero al final habrá unas cifras, difícilmente asumibles, y la guerra habrá
acabado. Esas cifras serán pasado y serán la verdad de la guerra y, sin embargo,
serán olvidadas. Y se hablará de la guerra como de un todo, de generales y
mandos que vencieron o perdieron y no tuvieron en la palma de sus manos un
número anónimo, dos, tres, cuatro, cinco…