Thomas Mann: La montaña mágica

    




   Cuando algunos se preguntan para qué sirve la novela, habría que decirles que para que exista La montaña mágica, obra magna del género que sigue tan viva como cuando se publicó. Resuenan en los oídos de los buenos lectores las discusiones de Settembrini y Naphta, los pedagogos voluntarios y arriscados que se crecen ante las palabras del oponente y jamás retroceden: en ellos hay ideología y síntesis de una época, hay saña y justificación, exposición y deseo de lucha hasta el final, como se da en quien se dejó calar hondo por las ideas y las defiende hasta con los dientes: son producto de un tiempo y de todos los tiempos, pues ideología siempre hubo, hay y habrá, aunque no se la llame por su nombre o se la entierre defendiendo consensos ciegos. Resuenan también las conferencias de Krokovski, cada vez menos apegadas a lo tangible y propensas a ir hacia el mundo menos visible y menos domeñable. Resuenan los consejos del doctor Behrens, que es quien fija plazos a los enfermos y despide sin pesar a los que mueren. Resuenan los diálogos entre Hans Castorp y su primo, allá arriba, en la montaña mágica que acoge a los enfermos y los rocía de frío y niebla, los apresa, los envuelve en su hálito curativo y exigente, del que pocos se desprenden para siempre si lo hacen con la intención de regresar al mundo del que provienen. Resuena la voz del narrador, fastuosa, inteligente, dura y piadosa, cercana y analítica, una de las mejores que la narrativa ha tenido jamás, dotada de ese poder único que página tras página ennoblece al lector; y le da además buena información, información que sirve para sumar y para saber más de verdad, sin imponer, sin acogotar, de una manera casi irrepetible: así, planta al lector en medio de los conflictos con suavidad pero sin dejar que dé un paso atrás, como quien anda por la hierba y la disfruta y aun así no aparta su mirada de lo que tiene delante y lo imanta. Un narrador que adjetiva magistralmente, como quizá solo tres o cuatro lo han hecho con tanto talento fresco y puro, ese que no extraña y no agobia, sino que matiza y da plena hondura. La montaña mágica es una obra maestra, pero no es una obra maestra a la que haya de temérsele: es un clásico abierto y nada amargo, que invita a andar por la hierba gustosamente y a mirar hacia la cumbre con serenidad.