J. J. Benítez: Caballo de Troya

   


   Hace muchos años leí este libro, poco tiempo después de que fuera editado. Siempre me han interesado los temas relacionados con la religión y con los ovnis, con los viajes en el tiempo, con la eternidad y su reverso. Desde joven era asiduo espectador de los programas de Fernando Jiménez Del Oso, aquel hombre de ojeras tan encharcadas y voz inteligente, a quien siempre he admirado mucho y al que he seguido en publicaciones y en apariciones televisivas sin descanso. Compartía aficiones e inquietudes cuando se publicó Caballo de Troya con un compañero de instituto que fue también mi mejor amigo durante algunos años y que me acercó al mundo de lo paranormal con precaución y con prudencia, sin zambullidas, pues todos mis conocidos saben que siempre he sido muy "realista". A Antonio le gustaba mucho el libro, como a mí, y hasta me contó que le había resuelto una duda sobre lo ocurrido en el Monte de los Olivos. Yo, creyente a mi manera entonces y escéptico a ratos sin remedio, conjeturaba y aprendía y retenía pero también miraba hacia otro lado, pues a ciertos asuntos poco físicos o que están más allá de lo físico les he tenido un miedo invencible desde que supe de ellos. El libro me gustó, me atrapó, me animó a profundizar en algunas ideas y dejó un poso en mí, no tengo miedo a confesarlo. Fue para mí el primer encuentro con lo que se ha dado en llamar los antiguos alienígenas o astronautas de la antigüedad, mentira o verdad que en el Canal Historia tiene muchas horas de programación actualmente y supongo que muchos espectadores. A todos nos interesa saber de dónde venimos, quiénes nos hicieron, qué somos realmente. Me apasiona la ciencia, pero está claro que tiene respuestas infantiles o muy evasivas cuando se enfrenta a lo que no cabe en un laboratorio o no puede ser reproducido bajo una lupa o un foco. Me apasiona la ciencia ficción que especula, que se aventura, que propone, que nunca se olvida de lo posible y de lo probable. Y juntando a ambas va uno formando sus opiniones, sus esperanzas, sus miedos y sus deseos. 
   Caballo de Troya es ciencia ficción. Un viaje en el tiempo, una estancia en el año 30, momentos compartidos con Jesús de Nazareth, un narrador en primera persona que recuerda más de lo que una mente normal podría recoger y asentar. Desde esta perspectiva diré que al volver a leerlo más de treinta años más tarde sigue pareciéndome un libro muy entretenido, de estructura clara y funcional, de lectura fácil y escritura notablemente limpia, nunca abusadora de la frase hecha y el lugar común, y que posee una rara fuerza que impide dejarlo a un lado, quizá gracias a la buena construcción del personaje del mayor. Aunque está pensado para el gran público, el autor se demora en datos y en detalles que detienen el ritmo, buscando la verosimilitud, y eso me parece muy plausible, pues habrá quien se quede en el camino si la prisa es su única consejera, lo que el autor lamentará pero no le supondrá ningún contratiempo. No hay muchas novedades, existen unas acusaciones serias de plagio, Benítez no descubrió nada, pero el libro sigue sosteniéndose tras tanto acontecido porque no cuesta descubrir en él algo que tiene su indudable valor: una gran fe en lo que se está contando: la base en la que se sustenta todo libro que pervive. Esto se ve sobre todo cuando se cuenta la pasión y la crucifixión de Jesús. Conmueven esas páginas, y se siente que detrás de ellas hay un escritor conmocionado y conmovido. Esto nadie podrá quitárselo a Benítez, discutido y reprochado, tachado de esto y de aquello pero también figura inderrotable de algunos temas que acaso sean delirios pero acaso también no mucho más que lo vivido en un mundo delirante donde un sistema capitalista inocula mentiras sin freno que le compramos y le pagamos todos los días para seguir siendo realistas. 
   Seguramente leer libros que de jovenes nos afectaron resta objetividad a nuestro juicio. Recordar a amigos muertos, más aún. Revivir un pasado perdido, inmensamente más. Pero, a diferencia de otros muchos, a mí la edad me ha enseñado que las certezas no se afianzan, que el saber cada vez más por acumulación no nos hace más sabios, que el rechazo a lo desconocido no es más que miedo. ¿Quién previó que viviría dentro de un tiempo de pandemia, que andaríamos por las calles con mascarillas, que dejaríamos morir a los más viejos porque no había dinero para más hospitales y más médicos? ¿Quién sabe qué hay en las dimensiones extra de la física cuántica, qué son esos objetos cuya presencia recogen los radares pero no nuestra mirada ahíta de tanto ver sin ver en verdad nada? No me interesan los desdeñosos, no me interesa su poder, no me interesan los falsificadores e intoxicadores de la historia. No me interesan los que quieren que nunca salgamos de un presente eterno y hueco. Si leo a Cortázar no es solo por el placer estético, si leo a Bradbury no es solo por la belleza de su prosa, si leo a Le Guin no es solo porque me lleva a mundos nunca existentes y muy disfrutables, si leo a Kim Stanley Robinson no es solo porque quiero viajar con él a lugares que nunca pisaré. Leo a estos autores porque escapan al experimento de laboratorio, a la explicación asumida y tallada para las voces narcotizantes, a la defensa de la certeza inamovible. Si sigo leyendo a Benítez, peor escritor que ellos y volcado en una creación semejante a la literatura por entregas de siglos anteriores, es porque, como los otros tan admirados, persigue algo que es más grande que él y que solo entrevé, que lo atrae y lo imanta, le susurra y lo provoca, lo sacude y lo arrastra e íntimamente deposita en eso que llamamos alma una partícula que es de todos y a todos vuelve cuando estás dentro de sus libros.