Nunca un secreto develado, dicho por una voz, es seguro ni definitiva verdad: importan el tono, los susurros (si los hay), la mirada de quien habla. Conocedora de esto, Alice Munro nos habla en este relato apostando por el tono, por la observación, por la pausa que transmite tanto o más que las palabras, ya que no ignora que los argumentos son flores delicadas que pueden romperse en una página final desafortunada. Como en otras ocasiones, el lector ve una grandeza casi inconmensurable en la sensibilidad y algunas debilidades en el trazado del relato, en las explicaciones, en lo que estará más allá de las líneas una vez que ha acabado de leerse el escrito. Munro no es una contadora de historias deslumbrantes ni lo pretende, y nada puede achacársele; pero sí puede reprochársele que el punto de vista flaquee, sea caprichoso, y eso vuelve a verse en este largo - y muy bien escrito- relato. No hay afán de sorpresa, no hay condena ni reto, y ahí se adelgaza la voz, parece alejarse del oído de quien escucha, se vuelve lamento tenue o canto deslavazado, deshilachado. Hay mucho mérito, pero hay también algo que se conforma, y eso siempre es malo en la literatura confesional.