Jonathan Franzen: Pureza

 


Es curioso que este libro de casi setecientas páginas tenga un final apresurado, un epílogo que se presenta más veloz y sencillo que el resto de la novela, ofreciendo la posibilidad de pensar que el autor llegó a un punto en que tenía que ponerle fin sin más demoras a la historia y cerrar cremalleras para que el vestido se mantuviera pegado al cuerpo. Quizá abordar tareas titánicas como escribir la gran novela americana canse demasiado, abrume o agote a quien imagina y quiere fraguarla. Y se presenta el momento en que cerrar el libro es volver a vivir, darlo a los lectores es como desprenderse de un dolor al que ya nada más que la mirada ajena convertirá en pieza sublime o en un tierno fracaso. El creador casi siempre está solo, aunque detrás tenga a una editorial o a un representante que lo apoyen y lo adulen. 
   En cualquier caso, será en otra ocasión, en otra oportunidad: Pureza no es la gran novela americana esperada. Y no lo es porque los valores que encierra son conservadores, conformistas, falsamente realistas aunque de una novela realista estemos hablando. Franzen es un gran escritor, pero Pureza no es una gran novela. Se cae por el lado de la ideología y se cae por el lado de la verosimilitud. Que alguien que renuncia al dinero durante más de treinta años acabe por aceptarlo en un pispás dialogal no es verosímil. Que alguien que se dedica a descubrir los secretos ajenos en beneficio del gran público lo haya construido todo mediante la mentira y el ocultamiento sin ser cínico no es verosímil. Que el periodismo siga siendo la vía para la verdad de las noticias en nuestro mundo por encima y negando a los francotiradores que no se deben a las empresas anunciantes ni a los inversores privados no es verosímil. Franzen no es un autor realista, sino un autor realista pasado de moda, anclado en unos prejuicios muy antiguos e inocentes para quienes tienen limpios los ojos y criterio propio en este nuestro siglo XXI. 
   La novela tiene enjundia y es de las que uno cree que hay que leer: ese viejo concepto. Sí, hay que leerla para saber en qué se equivoca Franzen en su análisis de lo que supone la aparición de internet y la irrupción de personas como Snowden, Assange y Wiki Leaks, a los que despacha con un desdén de realista sobrepasado por la realidad real -y no fácilmente plegable en figuras de cartón de ocho piezas -y no les concede la profundidad de análisis que la novela realista y psicológica prometía y conseguía. Hay que leerla para saber cómo no abordar la complejidad de personajes que a la postre son marionetas en manos de su autor y no tienen vida propia, pues están sometidos a un guión férreo e inamovible que olvida que un personaje nace, crece y a veces, por el bien de lo contado, escapa por donde menos se espera, dice lo impensado, exige independencia y se fortalece dialogando con el autor, que para entonces habrá dejado de ser un demiurgo. Hay que leerla para superar las limitaciones que algunos autores tienen sobre el concepto de la familia -tan esclerótico y epifánico- y su fuerza para el cambio, para la motivación y para algo así como la salvación personal desde una óptica abrumadoramente clásica y burguesa.
   Franzen invita a leer una novela realista y exigente y acaba por despeñarla por los lares de esos que cultivan la bonhomía, la superación personal, el sentimentalismo vendedor, vencedor y facilón que, disfrazado de oportuno optimismo, no es más que palabrería hueca y sentimientos enlatados. Sí, pagan los malvados, los que se aman se reencuentran y los que se amarán quizá sean capaces de enmendar los errores de los padres, dice Franzen, que se ha equivocado: de gran novela americana ha pasado a cultivar la novela cuasi de autoayuda. No: ninguno de los grandes maestros realistas habría aplaudido este despropósito que con grandes mimbres solo acierta a crear una cesta llena de agujeros. Otra vez será.