Jesús Fernández Santos: Libro de las memorias de las cosas

Libros como este, publicado en 1971, ponen en evidencia cómo la narrativa ha ido perdiendo fuerza, ha ido separándose de una de sus más nobles funciones -dar cuenta de la realidad de un tiempo y un lugar-, ha ido volviéndose chata, corta de miras, comercial y antipática a fuerza de repetir historias y de insistir en unos recursos ya manidos y huecos de tanto uso. Libro de las memorias de las cosas es una novela con vocación de gran novela, es un empeño de un autor mayor que no olvida la tradición y que sabe renovarse, se atreve y, valiéndose de la técnica importada de autores como William Faulkner y John Dos Passos, no sólo cuenta una historia, sino que indaga y escarba hasta llegar al fondo de la misma, al corazón de la misma y de sus personajes, lo que puede parecer algo poco sustancioso o poco edificante pero es nada más y nada menos que lo que logran unos pocos tocados por la gracia, el talento o el genio.
Cuando alguno de los personajes -es esta una novela de personajes, ante todo, a los que oímos en diálogos, monólogos, en conversaciones consigo mismos -medita sobre el amor, el sexo o la libertad no lo hace con la impostada voz del autor, sino profundizando en su esencia, en su encarnadura, afirmando acaso pero puede que también negando las opiniones o las creencias del autor, algo muy valioso cuando estamos hablando de una novela sobre la fe escrita por alguien que, si no me equivoco, no era creyente. Creíble resulta la trama y creíbles resultan los personajes porque los vemos independizados del autor y a la vez hondos, plenos, con aristas y con deseos, con miedos y con voces que les son propias y están perfectamente individualizadas. Jesús Fernández Santos cuenta la vida de un grupo de religiosos sin abusar de ninguna voz narradora, mediante breves secuencias que son de una modernidad envidiable, de una vigencia total en un tiempo en el que la mejor manera de contar qué es el mundo quizá sea recurriendo a lo fragmentario, a la prosa que es atenta y vigorosa pero también breve y nunca acumulativa, sino esclarecedora y con voluntad de iluminar, no deslumbrando sino acercando el fuego del entendimiento. Pocas veces encontraremos una prosa tan adulta como en este libro se halla, pocas veces se verá narrar tan cerca de los personajes sin estrujarlos con palabras, sin recluirlos en cárceles de frases llamativas. Cautiva Fernández Santos en muchos párrafos que tiran del lector con mano segura y suave a un tiempo, que cobijan  en la sombra de la razón clara las ideas al hablar de religión y fe y desengaño. Cautiva al no dar respuestas fáciles, al ofrecer motivos para una afirmación y una negación coexistentes que permiten libertad absoluta al lector para creer o rechazar. Cautiva contando una historia que transcurre en cien años montando una estructura sin rigideces, en la que el presente y el pasado se alternan sin herirse, el espacio real y el imaginario se abrazan con fuerza, el diálogo con los vivos y los muertos es igual de sensato y factible.  
Libro de las memorias de las cosas es una hermosa, fascinante novela que no por poco conocida, no por poco celebrada en esta actualidad remisa al redescubrimiento de lo que no es fácilmente etiquetable y reducible a una consigna o una pronta superación y olvido, no por estar descatalogada ha perdido ningún valor, ninguna fuerza literaria y humana, ya que sigue viva, abordable y asumible, presta a la discusión, el puro goce literario y la batalla dialéctica, para lo que nacieron muchas novelas que nunca serán vencidas por el tiempo.

Jean-Paul Sartre: La edad de la razón

La libertad no te la dan, sino que tienes que conseguirla. Aunque vivamos con la falsa impresión de que nacemos en un mundo libre, la libertad la obtienes si decides correctamente, sin engañarte, sin falsear tus emociones, conociéndote, valorando a los que te rodean. Es lo que nos dice Jean-Paul Sartre en este libro que acabo de releer y que sigue pareciéndome un texto vivo, insuperado, una invitación a sacudirse la apatía y a profundizar en cuestiones que a todos nos atañen. A Sartre se lo ha demonizado, se preocupan muchos de recordarnos sus flagrantes errores, sus desvíos de lo correcto y lo afortunado. En estas sociedades de falsas libertades, de banquismo y de capitalismo salvaje, volver a leeer a Sartre le sitúa a uno de nuevo en umbrales que aún no hemos cruzado libremente, le devuelve a lugares que hemos dado por sabidos y que no son ni mucho menos la palma de nuestras manos, sino el pozo insondable de nuestra mente, de nuestro orgullo, de nuestra razón. Atrás quedaron los ídolos, las idolatrías, y la distancia nos ayuda a separar lo auténtico de lo falso, lo arcaico de lo vigente, lo espurio de lo esencial. Sartre cometió grandes errores, pero sus aciertos son y serán siempre mayúsculos para quien se quite los velos y mire con los ojos bien abiertos. 
La edad de la razón es una novela magistral. Se perciben ecos de Faulkner, la prosa tiene arrebatos líricos y una ductilidad muy saludable. Cuenta en ella Sartre las vicisitudes de Mathieu, profesor de filosofía que ha de tomar una decisión moral: casarse con una mujer a la que ha dejado embarazada o conseguir el dinero para un aborto a manos de un médico fiable. Su libertad personal está en cuestión, sus bandazos mentales -ahora esto me parece lo mejor, ahora me parece lo mejor justo lo contrario- reflejan a la perfección la incapacidad de algunos intelectuales para elegir; su relación imposible con una joven alumna es una vía de escape, de fuga que no tiene más visos de realidad que el momento siguiente, el anhelo posterior, el logro del ahora mismo. Mathieu se debate contra sus dudas y el tiempo apremia. Lo acompañermos para conocer al hermano de la alumna, liado con una veterana cantante que lo ama con la desesperación de quien ama por última vez; a un homosexual amigo de Mathieu que se entrega a sus secretas relaciones sexuales con odio y con violencia, como a tantos les ocurrió en un pasado en que tenían que ocultarse y se flagelaban por ir contra lo que la sociedad sancionaba como correcto; a la amante de Mathieu, sensible y quieta, callada y sumisa y con un deseo sólido: tener el niño. Los personajes están muy próximos unos a los otros y la vez muy separados, algo que brillantemente nos muestra Sartre con monólogos perfectamente situados en el largo recorrido de la historia, que es pura literatura, alta literatura, pues ya digo que La edad de la razón es una novela magistral, una de las mejores del pasado siglo, que permite una lectura absobente, apasionada, emocionante y participativa, pues no habrá lector que no se sienta reflejado en las zozobras del protagonista, que no ponga al aire, como él, sus ideas al respecto de un aborto, una boda, un amor tranquilo o un amor loco. Esa magia precisa, de narrador de fuste, la posee por completo el repudiado escritor francés, humillado y azotado por tantos defensores de la libertad sin tacha, de la libertad plena y real: lástima que esta no nos la haya traído aún nadie a la puerta de nuestra casa, ni políticos ni legisladores ni ejecutores de la leyes.
La edad de la razón, por muchos motivos, es una novela que no está parada en los estantes, que corre libre y con mucho por comunicar. Es de las que sobreviven a todos los anatemas y desengaños.