No es la historia de esa saga vagamente mítica y tocada por la soberbia y una cierta mala suerte que protagoniza este libro lo que más me atrae de él, lo que me fascina, sino la mirada atenta a los pormenores que dicen mucho de William Faulkner, la rememoración de un tiempo que no ha muerto y puede encontrarse en algunos pueblos de cualquier país, en algunas pequeñas ciudades como la mía, Granada, en la que hay apellidos importantes que ya no lo son tanto y hay historias que se comentan y ya no no levantan ni siquiera polvo del suelo, no sirven para que un pequeño aliento mueva a una bandera alzada en lontananza. Cayeron los grandes hombres, a casi nadie les importan sus logros, y Faulkner anticipa con vigor y con un humor matizado y noble el interés que mueve a quien hoy quiere saber de los poderosos y los importantes, que siempre es mediante el deseo de verlos caer, equivocarse, confundirse, ser menos de lo que representan y creen ser. Se encuentran en este libro atardeceres vistos de soslayo que no se olvidan, paseos por el campo que mueven insensiblemente nuestros pies quietos mientras leemos, el recuerdo de viejas caras que son muy parecidas a las que hemos visto muchas veces en lugares que se traga el tiempo y pierden valor porque no hay aglomeraciones que festejen y celebren y disfruten con ruido y furia. "Banderas sobre el polvo" es una novela de las que pasan a formar parte de la vida del lector porque quien la escribió habló mucho de lo que conocía, de aquellos a los que conocía, de sí mismo, con arrojo y con un exacto pudor necesario para evitar la ostentación y la blanda mentira. Quedan en pie las mujeres al final de la historia, apostó Faulkner por ellas y por su mirada más serena y reconstituyente. Cuánto sabía el maestro de la narrativa, cuánto nos queda por aprender de él.