Cada uno es como es, así que yo me levanto el domingo por la mañana, antes de las diez, y pienso en leer algunos capítulos de una novela de William Faulkner. La noche no ha sido dura: sólo me he despertado dos veces. No me han acosado demasiado las tristezas y las desesperanzas. No he tenido ninguno de esos sueños que se quedan enganchados, que hacen daño al despertarse. Como siempre, busco la luz en las ventanas. Subo las persianas antes de desayunar. El día ha amanecido despejado. La luz es un consuelo, un alivio, un síntoma de algo bueno, pienso. Preparo las tostadas, como de pie, mirando de cuando en cuando por la ventana de la cocina: el cielo está azul, veo un triángulo por encima de los edificios que me rodean que es como un dibujo infantil pero absolutamente creíble, limpio y poderoso. Empiezan a piar los pájaros cuando entro en el estudio y subo la persiana: celebran que vuelve la luz, que el día se acerca hasta su jaula. La perrita me mira y espera la hora de saltar y recorrer las calles con la atención excitada con que todo lo observa, todo le parece interesante, desde la carrera de un niño feliz a los pasos agitados de una persona triste y cabizbaja. Me siento. El silencio es magnífico. Leer a Faulkner un domingo por la mañana me hace creer otra vez en muchas cosas: en el pasado, en los actos acabados pero inacabables en el tiempo de los que ya se fueron, en la necesidad y el gozo de vivir un día que se apunta a un presente efímero pero tendrá mucho valor en el futuro, aunque nada demasiado importante ocurra, aunque sea aparentemente sólo un día más. Leer a Faulkner te mueve a estar dentro de un libro y te empuja a vivir fuera, mucho, intensamente, y a la vida le quitas el polvo vano que la cubre y brilla un poco, un poquito, que es mucho, muchísimo en ocasiones.
Retrato de William Faulkner: Darrel Berry
Retrato de William Faulkner: Darrel Berry