Iris Murdoch: La negra noche

Esta novela es una sinfonía. Estamos acostumbrados a leer novelas que son como composiciones para un instrumento solista, en las que la dificultad es lógicamente menor. Y no es fácil hallar novelas en las que al menos cinco o seis personajes tengan la misma importancia, vivan vidas que se conectan y que se comunican, que marchan según un ritmo secreto pero imprescindible que, como el mar, mueve a todos los que están en él, no importa a qué altura ni con qué comodidades al alcance. Si Iris Murdoch lo consigue es porque quiere por igual a todas sus criaturas, no las utiliza en un guión premeditado, no las lleva donde se las necesita para acabar una escena o para iniciar otra. No: no las fuerza, no las utiliza, no se vale de ellas. Esto puede parecer una nimiedad, pero estimo que, por el contrario, muestra el valor de una obra magnífica, abierta, respetuosa y libre. Que está escrita para creer en el grupo, en las relaciones plurales, que huye de los mundos cerrados y solipsistas. No en vano, Murdoch bebió de autores como Platón y Sartre y sabía mucho de las sombras del mundo y de los silencios que se instalan entre dos personas que se conocen bien.
Las relaciones son familiares predominantemente en esta novela porque el núcleo lo forman una madre y sus tres hijas. Alrededor de ellas nacen las demás historias, a ellas vienen y de ellas se alejan pero solo para tomar perspectiva, para volver siempre (o casi siempre). Murdoch dibuja como casi nadie a los personajes, les insufla vida como solo los más grandes pueden hacerlo, y parece hablar de ellos después de escucharlos, cuenta como si acabara de enterarse, como si los siguiera de cerca y sin importunar, sin meterse en medio: esto les conviene a la idea y a los planteamientos de la historia, ya digo, íntima y centrada en un círculo familiar y de amigos que se quieren, se temen y se buscan incesantemente. Hay amor, mucho amor detrás de muchas miradas. Pero también hay secretos, esperanzas que nacerán truncadas, desengaños y ocultaciones sospechosas. Partiendo de una imagen en la que hay una casa familiar y de otra en la que un hombre golpea a otro en la cabeza, tomándolo por un ladrón, y casi lo mata, Murdoch avanza hacia un espacio de reflexiones continuadas y muy bien medidas, en las que el monólogo interior resulta clarificador y liberador a la vez, y no concluye las historias hasta que no hay un detonante que espolea los sentimientos, quita máscaras, deja sin ropas falsas y ocultadoras a los que hace mucho sueñan con estar desnudos. El detonante es una persona extraña, a la que atisbaremos desde los ojos de todos los personajes implicados, que es como una bomba incruenta que cae en el centro de sus vidas y que está en escena solo el tiempo justo y con su presencia consigue que algunos de los personajes salgan de su caverna y dejen de contemplar tanta sombra inútil. ¿Es el bien, es un buen hombre? ¿Los despierta alguien que es más que humano? ¿O que es menos que humano: una proyección, una idealización, una invención que perderá todo su fulgor cuando empiece a caer en el olvido? Las reflexiones que suscita esta hermosa, amplia y sugestiva novela no son pocas, y no nos abandonan en ninguna negra noche, sino que, por el contrario, nos trasladan a un lugar luminoso desde el que se puede contemplar con tranquilidad y algo más de sabiduría cuanto es digno de observación.