Haruki Murakami: Tokio Blues.

    




   Siento admiración por esa clase de libros de los que salimos habiendo vivido más. Son libros que  ayudan a mirar de nuevo la realidad, a sopesar un rato los recuerdos importantes y a sacar algunas conclusiones temporales sobre eso que llamamos la vida. También son libros que nos impelen a creer en los demás, en sus historias, con aciertos y con errores y con amor. Sí, con amor. Tuve un amigo hace mucho tiempo que leía mis escritos juveniles y decía que apreciaba en ellos más cómo amaban mis personajes que cómo se batían contra el mundo. Durante una larga época fui valorado más por esto que por ninguna otra cosa, y seguramente algunas chicas no se alejaron de mí porque mis sentimientos siempre eran intensos. Todo me parecía que escondía una pasión dentro y solo era cuestión de conectar con esa pasión, lo importante era descubrirla y luego saber decir algo con palabras propias que definieran con mucha cercanía cuanto vivíamos, cuanto decían los otros, cuanto eran los otros. Para mí el otro nunca ha sido un infierno, siempre ha sido más importante que yo ante mis ojos y ante mis pensamientos. 

   Tokio Blues habla de esto, del amor y de la pasión con que se vive (y se muere), y como quien protagoniza la historia es un muchacho menor de veinte años no he podido sustraerme al doble ejercicio de leer y rememorar a un tiempo, ya que en algunas cosas Watanabe y yo nos parecemos. Cerca de mí ha habido personas muy desdichadas, que han sufrido tanto como para desear suicidarse, borrarse del mundo, alejarse de todo y de todos, que han temblado de miedo y desesperación, que han necesitado quien los escuchara y los entendiera acercándoles unas palabras y muchos silencios cómplices. Como Watabane, me he perdido, he sido egoísta, me he encerrado dentro mi reducida mente y no he visto detalles significativos: nadie es perfecto. Y, como él, me he esforzado por no fallarle a quien me necesitaba y me pedía ayuda. Compañero, en el otro alcanza toda la verdad nuestro destino. 

   La novela no es magnífica y no es sorprendente. Como novela de formación recurre a lugares comunes y a episodios más que conocidos, está hecha de muchas lecturas previas y se sustenta en unos cuantos homenajes a escritores a los que Murakami ama. Se desinfla al final y se vuelve demasiado minimalista, se conforma con sumar escenas al drama planteado hasta acabar donde era esperable, pero sin embargo posee una cualidad innegable: es muy evocadora. Con sencillez aborda los temas pertinentes y no intenta nunca entontecer al lector con golpes de efecto, no lo aturde sino que prefiere el susurro, se decanta por la bondad y la ternura sin disimulos, sin justificaciones vanas, y en su acercamiento a la novela juvenil no engaña, no defrauda: Murakami cuenta como si se metamorfoseara en un chico de menos de veinte años, nada más, y no hay pirotecnia, no hay madurez posterior que ordene o contenga, con lo que la pasión queda entera, acaso ingenua pero indudablemente entera, y a un lector maduro como yo eso lo conquista y lo ayuda a ver con serenidad algunos momentos de su vida que tienen algún parecido con los que se narran en la novela y lo ayudan a asentar y a comprender y a perdonar y perdonarse. Y que todo eso se obtenga de una novela, amigos, aunque sea de una novela menor, no es poca cosa.