José María Merino: El caldero de oro

   


   Ojalá se escribieran más novelas como esta. Ojalá hubiera más escritores como José María Merino, tan preparados y tan humildes, tan sabiamente indagadores y tan transparentes, con tanto talento y tanta capacidad para escribir y para transmitir mediante la ficción. Afirmar que es uno de los más grandes de nuestros autores vivos es quedarme acaso corto: cuanto más lo leo, cuantos más años cumplo y más veo en perspectiva, más cerca estoy de pensar que es el más grande de todos. La importancia de La orilla oscura -su obra maestra- no deja de crecer a mis ojos, tantos años después de la primera lectura, sus libros de relatos son quizá los más destacados de todos los de los cuentistas españoles en su conjunto, su prosa de adjetivación y amplitud de vocabulario tan magistrales y nunca apabullantes seguramente es la mejor de cuantas podemos encontrar hoy en día, su rigor fabulador y su apuesta firmísima por una literatura de alta precisión creativa solo permite poner a su lado los nombres de tres o cuatro autores tan memorables como él. 
   El caldero de oro fue publicada en 1982, y diría que casi parece mentira. Nuestros escritores actuales están casi todos muy lejos no ya de poder escribir una obra de semejante valor, sino también de poder concebirla, empeñados en seguir el reduccionismo tan afín a las ideas de ventas de la mayoría de editoriales conocidas. La alternancia de tiempos, escenarios, de voces, la pericia técnica y la apuesta por no decir más que lo imprescindible para que lo medio oculto pueda acabar de decirlo todo requiere de una sutileza y de una cultura literaria bien asumida que no se encarnan ya tan fácilmente en los creadores del momento que pierden tiempo con las redes sociales y los seriales televisivos, con materiales propios y ajenos que caducarán sin duda más pronto que tarde. Desde el pop art, desde que las listas de más vendidos se nos hacen llegar como éxito sancionado por la voz común, pocos se atreven a indagar en otras verdades y en otras sombras que no sean las previsibles y versionadoras (tanto voluntaria como involuntariamente). Hay muchos grandes y muy pocos autores inmortales: y Merino es uno de estos últimos. 
   Me fascina cómo Merino toca lo inasible con las palabras, cómo lo muestra, cómo lo acerca a quien lo lee despacio, interviniendo. Va hacia el centro de lo más difícil, se lanza de cabeza asumiendo todos los riesgos y vuelve con pedacitos de verdad que no son definitivos, que no están pensados para crear adeptos, sino nuevas mentes libres e indagadoras. El reto es mayúsculo, los resultados siempre muy esperanzadores. ¿Existió un caldero de oro? ¿Existieron gentes que lo adoraron, lo custodiaron? ¿Existió el pasado como creíamos? ¿Existe todo como pensamos que es según lo vemos? Casi nada. Merino ha dejado atrás el superado psicologismo, el realismo unidimensional, la añagaza de la aventura adrenalínica. Sus novelas y sus relatos caminan hacia lo más difícil: la definición de la realidad, la aproximación a lo que es real y no es real, a lo que está vivo y está muerto, a lo que es y ha sido y será quizá a la vez, como más o menos escribe en El caldero de oro: y es ese el empeño más difícil y más noble que puede acometer un narrador, el más grande y más humilde, el más necesario y el más revolucionario también, pues incluso la ciencia nos dice que nada es fijo y que todo cambia, todo es y no es, todo está y no está: desde que hay físicos formulando teorías en las que entra lo cuántico y lo incomprensible a primera vista, nada es igual que antes y no vale con mirar a otro lado y cruzarse inútilmente de brazos. Quien no se conforme, quien no quiera creer que ya todo está dicho, intuido y razonado, que lea a Merino.