Émile Zola: La taberna

   


   La miseria y el alcohol no les permiten a los personajes de esta novela vivir tranquilos y en paz, porque siempre están acechando, incomodando, perturbándoles. La miseria que aguarda al obrero que no trabaja, que no sabe guardar dinero para cuando vengan mal dadas. El alcohol que es la única salida para luchar contra una vida triste, repetitiva, injusta y vacía: la del obrero explotado que tiene que trabajar hasta que cae el día y que vuelve a casa para comer y dormir y regresar la mañana siguiente al rodillo, a integrarse en la maquinaria del consumo y del mercantilismo, de la producción para los otros, pues el obrero da su vida por un dinero que no alcanza ni para morir dignamente. 
   Nadie como Émile Zola para contarlo, para que veamos, con su estilo detallista e iluminador, cómo se van consumiendo los que nunca tiene nada, los que nunca dejarán de ser obreros pobres, vencidos luchadores cuya único consuelo es hallar la muerte en el momento menos malo, quizá después de no haber sufrido hasta reventar, de haber vivido en un espacio digno, de parir y criar hijos que no son malos, de no haber tenido que despilfarrar media existencia en peleas con la pareja. No hay más horizonte, no hay más que esperar. Y no es cruel Zola: es realista, es un realista con una cámara de fotos -también era fotógrafo el gran autor francés- convertida en palabras que plasman a la perfección cuanto ha de decirse y de mostrarse. 
   Por supuesto, algunos leen a Zola hoy con distanciamiento, miran de soslayo su obra, como si de una reliquia de un pasado ya superado se tratase. Pero hay otros que lo leemos y aún nos sobresaltamos, aún nos enternecemos, aún nos sorprendemos viendo el dolor de algunos que sufrían y que no son solo personajes del pasado, sino personajes de nuestra actualidad más inmediata: la de los explotados del primer y del tercer mundo, donde sigue habiendo personajes que se mueren de hambre, que no tiene un trabajo con el que ganarse un trozo de pan, que padecen horarios inhumanos para que el mundo capitalista siga hacia su suicidio humano, como un tren sin maquinista que no para y arrasa con todo lo que a su paso sale. 
   La historia de Gervaise y Coupeau es la de una pareja que se ama y se respeta al principio, que tiene hijos a los que cuida con mimo y y de los que se siente orgullosa de verlos crecer sanos y fuertes. El trabajo no falta, con esfuerzo es posible ahorrar, subir en la escala social poniendo una tienda y teniendo empleados. La lástima es que la vida no tiene más para ofrecerles, salvo el consuelo de la bebida y de las comilonas. La taberna acecha, invita, maravilla con sus olores y con el aguardiente que abre a otro consuelo, a otra verdad, al olvido. Y Coupeau no puede evitar ser atrapado, como ella no puede evitar que su belleza sea admirada y codiciada. Caer es fácil, levantarse es muy difícil. Porque para levantarse hay que tener a veces un motivo nuevo, un nuevo deseo, y no solo la perspectiva de volver a lo que ya hubo, aunque no fuera malo. Somos los hombres y las mujeres esclavos del trabajo y de la repetición incansable de la vida, nos dice Zola con La taberna, novela magistral que está en un nivel superior, inalcanzable para casi todo cuanto se escribe y se publica hoy en día. Escenas como la del velatorio de la madre- con las breves frases de los presentes advirtiendo que el cadáver se vacía-, la de la comilona -más de cuarenta páginas con unos personajes que tragan y tragan sin parar-, la de la boda -con la comitiva por las  calles y visitando el Louvre -los momentos más divertidos del libro- son inolvidables y muestra de un talento tan excepcional que cabe preguntarse si Zola -el de Germinal, el de Naná, el de La bestia humana- no es uno de los cuatro o cinco mejores escritores que han existido.