José Manuel Caballero Bonald: Toda la noche oyeron pasar pájaros

   




   Sin ninguna duda se trata de la novela mejor escrita que he leído, tanto por la sugestiva precisión de su prosa como por el armónico ritmo de las construcción de las frases y de los párrafos, logros que no necesariamente remiten a la poesía porque su autor sea también poeta, sino a un hondo disfrute en la creatividad y el ensamblaje de la materia con que se hacen las mejores narraciones: un lenguaje propio y amado, del que se vale su usador con sabiduría exquisita y con el cuidado de quien sabe que tiene entre manos algo muy valioso. Jamás he releído tanto mientras leía un libro, jamás me he quedado antes tan enganchado a una frase, a un párrafo, a un adjetivo. Nunca he visto tantos adjetivos tan bien amigados al sustantivo, tan inesperados y tan refulgentes, hasta el punto de ser la novela una soberbia lección sobre cómo ha de escribirse cuando se siente pasión por los adjetivos, la sal de la prosa, la savia de la prosa, la luz de la prosa si están tan bien elegidos y surgen de una mente poderosa y lúcida como la de Caballero Bonald. Nunca tanta prosa con tantos adjetivos tan doctamente utilizados he visto en una novela antes ni después de Toda la noche oyeron pasar pájaros.

   Pero, por supuesto, no es eso todo lo que encontrará el lector al abrir el libro: no sólo de prosa vive una novela, por muy genial que sea la mano creadora, pues la novela exige una trama, personajes, y nada de eso le falta a Toda la noche oyeron pasar pájaros, narración sobre una larga época crepuscular española que nos cuenta la vida íntima, más que nada, de un grupo de personajes que habitan  en el sur de nuestro país entre calores y deseos, entre consignas y mandatos, entre silencios y secretos propios de un tiempo en el que la jerarquía era el fundamento de cualquier relación. No evita crudezas Caballero Bonald -un suicidio contado sin cortapisas, algunas relaciones carnales nada convencionales-, porque habría sido como acudir a la impostura, y une lo menos grato a lo más misterioso -los pájaros que están oyéndose a lo largo de toda la novela, la peripecia marinera de un comodoro- con la sencillez de quien nunca falsea, de quien parece testigo y cuenta sin pararse a pensar en el efecto de lo que ve y dice, llevado por el impulso mayor e insobornable de ser fiel a la verdad puesta ante sus ojos y atesorada en la memoria. Y desembocamos en la otra magistral lección de Toda la noche oyeron pasar pájaros: el uso extraordinario de la elipsis, que hace avanzar la narración sin más explicaciones que las necesarias y nos lleva de un personaje a otro sin darle protagonismo especial a ninguno y sin que se resienta la atención del remunerado lector de este gran libro, antítesis del que casi siempre anda empeñado en empatizar con un solo personaje, rehén de un solo punto de vista. Para que esta novela mantuviera el aliento de crónica no podía ser de otra manera. 



   Novela mayor de nuestras letras, comprometida y vigorosa, antimaniquea, huidora de lo fácil y lo encorsetado, iluminadora y libre, develadora y rotundamente sincera, barroca y hechizante, manual para el narrador novel, volumen a recomendar a todo aquel que ama la palabra y la belleza eficiente de la más alta prosa narrativa, tengo a Toda la noche oyeron pasar pájaros por la novela que más me ha inspirado como escritor y por la que más he disfrutado a lo largo de mi intensa vida como lector, por una novela de citas infaltables para inagotables reencuentros, por mi novela predilecta.