Juan Marsé: Si te dicen que caí

   


   No sé de ninguna otra novela tan abrumadoramente bien escrita, tan duramente nostálgica y tan directamente sincera en las letras españolas como Si te dicen que caí, de Juan Marsé, nuestro mejor novelista vivo. Siguen conmoviendo los últimos capítulos, acaso cada vez más, cuando el lector se enfrenta al paso inmisericorde y abusador del tiempo que lastima, derrota las ilusiones y la memoria de todos los personajes que viven plenos y con aire de míticos en los primeros capítulos de este libro inmortal. La época, con su tristeza vital, su hambre profunda, con el franquismo campante no podía pedir otra cosa, pero Marsé además le añade un fatalismo de edad que no vuelve, que no hay manera de recuperar, que quema porque nunca fue del todo propia y se fue escurriendo como agua entre las manos: quizá como todas las edades, como cualquier edad diluida para siempre en el vacío del tiempo y en su marcha infatigable e inconsolable. 
   Estas historias que conmueven son verdad y son a medias mentiras, son las famosas aventis que se cuentan los niños de entonces con retales de historias cazadas al vuelo, con una dosis suplementaria de sana imaginación y con mucho deseo de aventura y de fuga de la gris realidad circundante. Y son como todo en esta vida: realidad y sueño. Como lo es la necesaria literatura, como lo es la evocación y el recuento de las anécdotas y los hechos imprescindibles de todo pasado. Crujen en nuestras manos actuales y algo blandas las páginas de esta historia de niños con sarna y con enfermedades para las que no había dinero ni medicinas si eras pobre, ansiosos de saber qué es el sexo y de contarlo después al grupo de amigos, obsesionados con saber y probar y degustar y sentir. Duelen las páginas en las que los que se enfrentaban a un régimen asesino y torturador van cayendo, van asumiendo la derrota, van comprendiendo que toda jerarquía es una mentira social y aniquiladora, exterminadora. 
   Queda y quedará ante todo la verdad de esta poderosa novela, de esta cima de nuestras letras, escrita con mucha atención a las novedades introducidas por autores como Faulkner, que alterna la narración en primera persona con la narración en tercera, que no es ajena al poderoso influjo del monólogo, del pensamiento engarzado en el fluir de una narración libre y contraria a la simple y decimonónica: una novela renovadora, atrevida, porosa, alegre y apesadumbrada, emocionada y distante, colérica y tocada por la mejor ternura, la más visceral y auténtica: la que se siente cuando nada se esconde y todo se recoge con los ojos más limpios. Si cada diez o veinte años un autor español fuera capaz de presentar  una novela de este calibre nuestras letras siempre estarían de fiesta.