Margaret, de Kenneth Lonergan




Margaret invita a ir al cine por la presencia de Anna Paquin, una actriz soberbia, arriesgada, temperamental. Su actuación es sobresaliente, apasionada, lo mejor de la película. Interpreta a una chica que se está buscando a sí misma tras haber contribuido a la muerte por atropello de una mujer en la calle. Las dudas anteriores se hacen más grandes, sus tanteos con los hombres y con los sentimientos se vuelven más intensos y contradictorios. Se debate, se entrega, se revuelve, herida y deseosa de ser entendida y aceptada.  Primero se esconde y después admite su parte de culpa y, a partir de este instante, busca que el otro culpable asuma también su error mortal. La adolescente batalla, se confiesa, se sorprende con las reacciones imprevisibles y terminantes -más que las suyas- de los adultos. Y así nos lleva de la mano por un mundo -el actual- en el que hay demasiados chillidos para acabar las conversaciones, pocos abrazos sinceros y mucho amor que no cuaja porque no halla la dirección correcta y el espacio donde crecer con confianza. 
Sincera, realista, directa, creo que esta película es un notable regreso a una manera de entender el cine en la que se huye de los tópicos, de los personajes planos, del guión férreo y al servicio de una mentira bien urdida. Emparentada con Gente corriente, de Robert Redford, con cierto cine europeo de diálogos intensos y mascullados a ratos con ira y emociones impostergables, supone un soplo de aire fresco no en este verano de estrenos decadentes sino, más ampliamente, en el panorama general del cine del momento, que ha cedido sin disputa, casi con alivio, a las series de televisión actuales el camino a una cierta complicidad y a una cierta indagación argumental en temas sobre los que aún -por suerte- no está todo dicho.