Ernest Hemingway: Allá en Michigan

Es un relato corto, de apenas siete páginas, y absolutamente magistral. 
Una mujer enamorada de un hombre que apenas le presta atención. Deseosa de que él se acerque, la toque, le hable. Ella espera. Es una mujer de una época muy concreta, que no se lanzaría jamás, que entiende el amor como espera y entrega. 
Un hombre que se da cuenta de que ella lo espera. Que aguarda una oportunidad o no piensa demasiado en ella, sabedor de que cuando dé un paso, el primer paso, ella responderá afirmativamente, se abandonará en sus brazos. 

La narración, en tercera persona, no malgasta adjetivos, imágenes, escenas. Muestra casi tanto como esconde -la conocida teoría del iceberg del autor-, permite entrever pero nunca hurta, porque cuando se produce el encuentro están todas las palabras necesarias, no faltan las caricias y no falta lo real. 
Hay rudeza. Tanta como delicadeza en el encuentro de esos dos llamados a estar juntos aunque sea una única vez. Y el equilibrio es inmejorable porque podemos verlos a los dos, vemos al hombre y a la mujer. Y, además, la mirada se queda con ella, la acompaña finalmente a ella, nos pone del lado de ella, lo que rompe de paso con el extendido tópico del machismo inamovible de Hemingway.