Es esta una ambiciosa novela que
viene de otro tiempo que parece muy lejano y que en realidad está ahí, a la
vuelta de la esquina, cuando no era extraño que se presentaran historias en las
que se apuntaba al todo sin disimulos. Los escritores actuales no quieren
molestar, mayormente, y no quieren parecer atrevidos, por lo que se muestran
pacatos y rampantes en la mayoría de las ocasiones. Sus libros son, como casi
todo ahora, de aleve vuelo, de sombra fugaz, y así no es extraño olvidar las
lecturas a los pocos meses de haber salido de ellas. No ocurre así con El asalto del
cielo, que pide una reedición ya para mostrar otras caras al panorama tan flojo
de lo actual, en que el estilo flaquea y la ambición se desmaya pronto, a los
pocos capítulos.
Luis Bruno busca el sentido final de las cosas, el sentido final de la
existencia, el sentido final del hombre. No se para ante nada y se arriesga a
la disolución para encontrar la respuesta a sus dudas, a sus inquietudes tan
comunes en otro tiempo y casi en otro lugar. Desde pequeños antes nos
interrogábamos por el sentido de la vida, por su valor y por la verdad de lo
vivido y de lo soñado, lo que no nos detenía ni nos hacía de piedra ante el
teatro de la realidad y de las vidas ajenas. Convivía en nosotros lo cotidiano con
lo deseado maravilloso o entrevisto maravilloso y no nos desencuadernábamos:
vivir y tratar de ver qué viene y qué se oculta, qué se dibuja y qué se hurta.
Bruno ha vivido la guerra civil española y la ha sufrido hondamente, pues tras
la lucha y la derrota tiene que padecer el destierro en Francia, en casa de un
amigo que le ayuda en cuanto puede (amistad limpia y noble que no es que
parezca, es que ya es definitivamente de otro tiempo y otro lugar) a través de oportunas conversaciones y mediante la persona de sus sirvientes. Bruno se interroga y se
empapa de vida y luz. Pero tiene que marchar y, tras pasar por los Estados
Unidos, va a Guatemala, y será en las zonas más llenas de árboles y de
peligros, más apartadas, donde halle la confirmación de cuanto hasta entonces había
sido idea y no cuerpo, idea y no rabia, idea y no sufrimiento.
Rafael Argullol se vale de uno de los narradores más atinados con que me
he encontrado en todos mis años de lecturas: una tercera persona culta,
respetuosa con el interior de los personajes, conocedora pero nunca
exhibicionista, matizadora y con una riqueza de adjetivos que lo sitúa a la
altura de los más grandes (Faulkner, Caballero Bonald, José María Merino) y
dota al libro de una belleza exuberante. Es un narrador sabio que nunca suena
pedante, versátil que nunca se regodea, profundo que nunca abisma ni se abisma.
Un gran logro que, como digo, reclama ya una reedición y estudios que sitúen a este
buen libro donde se merece, entre los más destacados de los últimos cuarenta
años en nuestra lengua.