Antológico relato que cuenta en menos de cuarenta páginas cómo es una
guerra vivida por dos niños y cómo es la existencia entre los que no están
siendo abrasados por las llamas de las explosiones pero sí por el miedo de lo
cotidiano interrumpido y que para los pequeños puede ser gozosa, una aventura,
una iniciación, una salida a un espacio que huye de lo previsible y lo
monótono. La narración es rápida y el dibujo de los escenarios hace gala de un
primor en el que confluyen el pintor de atmósferas y el impresionista sagaz: “el
tren les siguió durante largo trecho, iluminando como un fuego errante los
cardos, los rastrojos, entre la vía y la carretera”. Sin excederse en nada, sin
escamotear ninguna verdad, Fernández Santos firmó un relato magistral que
debería estudiarse en esos lugares donde crecen futuros escritores y se empeñan
en inculcar estilo estadounidense olvidándose de que aquí mismo hubo maestros
del relato aún muy válidos y muy poco leídos y estudiados actualmente.