Jesús Fernández Santos: Los bravos

    




   Este es uno de los clásicos innegables de nuestra literatura. Una novela concebida con muy buen criterio y que ha vencido al tiempo sin tener que empujar a otras, sin tener que derribar nada, pues es una novela inaugural y ha aumentado su valor conforme los lectores se acercaban a ella para sentirse no anegados en descripciones sobre la miseria y la tristeza, sino sobre la realidad de un país y un tiempo que pocos supieron ver y contar como Jesús Fernández Santos, sin sumarle dramatismo y a la vez sin restarle verdad. Porque de eso se trata: es una novela que cuenta verdades, como La uvas de la ira de Steinbeck o muchas de Balzac, en las que encontramos, por supuesto, mucha literatura, sí, mas nunca invención sostenida solo en la palabra y en la imaginación: quizá podríamos hablar de novela de ficción documental, aunque ya es demasiado definir y encorsetar. La contención del narrador va por ese lado, es la voz sincera del que sabe que no tiene que cargar nunca las tintas, exagerar, incidir, mostrarse relinchando para ser escuchado: Fernández Santos dice con justicia lo justo. Y veo detrás a Faulkner ineludiblemente, pues se cuenta la vida un pueblo pero no hay crudeza hiriente ni tristeza paralizante en el relato. 

   Las novelas de personaje múltiple, como sin duda lo es Los bravos, precisan de un narrador empático y humilde y sensible, que sepa ver y captar el alma de los personajes, que no por ser propios se muestran prontamente en su integridad, pues no son trozos de carne ni bocetos, realizados sobre la marcha ni con escuadra y cartabón, como tanto se ve ahora en novelistas que son más guionistas que creadores. El narrador de Los bravos es ejemplar en empatía y sensibilidad y Jesús Fernández Santos un escritor exacto y exquisito como pocos, dueño de una frase medida y libre de florituras y atenta al detalle caracterizador, definitorio y con un toque de lirismo genuino absolutamente magistral, que devela y fija, sustenta imágenes en estupendas palabras muy literarias que despiertan emociones nunca violentadas ni dirigidas con mano férrea y calculadora en el ánimo del lector. Qué admirable capacidad para narrar con sencillez hechos cotidianos y poco después expresar con hondura qué se siente al bañarse en un río, al ascender una montaña, al estar solo en una cama muchos años, enfermo y solo, al amar y no atinar a decir que se ama pero saberlo algo poderoso dentro de uno. El narrador va de un personaje a otro y no desdeña a ninguno, no maltrata a ninguno, y será la acción de la novela la que a cada uno lo lleve donde debe ir, ejemplar lección que solo muy pocas manos han sabido mostrar pese a tantos libros y tantos autores tan celebrados, hijos al final de sus filias y fobias y utilizadores de la ficción y no hermanos de ella, como aquí sí es el caso, como ocurre a lo largo y ancho de esta inmortal novela. 

   Hoy en día hay quienes tienen la tentación rápida de considerar Los bravos como un libro de otro tiempo, con un estilo superado, una intención crítica propia de una época cerrada, pero los que así piensan solo plasman sus limitaciones y en sus desdenes se empequeñecen, pues la novela no es la ciencia, no construye negando, volatilizando, y el escritor que se precie de serlo no ha de olvidar nunca que su mayor nobleza y orgullo estriban en ser libre y crítico, en no mentir ni mentirse, en no censurar ni censurarse, en no venderse al dictado del poderoso ni del dinero de este, en afrontar al menos una vez en la vida el desafío de intentar crear una obra del estilo de Los bravos, para lo que se necesita abandonar el enorme ego que a tantos escritores ahoga, la comodidad del camino sabido, la repetición de lo que está de moda y no interroga ni hace dudar. Las novelas que hablan de los hombres y de las mujeres y de un espacio y de una relaciones sociales son aparentemente sencillas, y sin embargo resultan las más difíciles porque nos empeñamos en malograr nuestros escritos con aspavientos y gestos ruidosos, con lecciones entre líneas y mensajes enlatados, no con ideas aparentemente rotas o heridas, que siempre laten por sí solas, sino con ideas condescendientes y destiladas, apenas ruido y acaso furia y control exhaustivo pero sin ecos de verdad y relumbre. Cuando se vuelve a Los bravos uno redescubre a un maestro que acierta con su humildad y su destreza de artesano, de trabajador a pie de obra, de caminante con zapatos desgastados: de inconformista que no retrocedió y no se ocultó cuando había que llamar a las cosas por su nombre. Qué lástima que ni después ni nunca esto haya abundado.