Roberto Bolaño: 2666

 




   No tengo la sensación, leyendo a Roberto Bolaño, de estar ante un autor genial, quizá por lo que hay en sus textos de carga metaliteraria, de labor dimanada de la absorción de otros textos y otras maneras creadas por otros escritores, pero esto es algo que se percibe en muchos novelistas y en muchas páginas, cada vez más, de narrativa. Me gustan mucho sus largas tiradas que ocupan páginas enteras con un solo punto al final del párrafo, su estilo aparentemente seco y a ratos casi escuálido que cambia y se impregna y crece y se fortalece hasta volverse río poderoso y desbordante, con una voz que debe a otros pero es también propia, personal y con un punto mágico que hace que mil páginas no cansen, no harten, y que 2666 se lea con la pasión que ponemos en libros de 200 o 300 páginas. Me gusta su inconformismo, su sinceridad, su inteligencia bien aplicada -en la novela ser demasiado listo es ser pedante o imbécil, y por eso Bolaño nunca alardea-, su apuesta por sorprender en algunos finales y conclusiones que no salen de la nada ni a la nada vuelven, me sorprende y abruma su capacidad para crear personajes y caracterizarlos, hacerlos creíbles y vivos -lo que está al alcance de muy pocos-, para viajar a épocas y contar desde ellas con la facilidad con que la mayor parte solo lo harán de su propia época. Pero, sin embargo, no noto que haya una grandeza tras todo esto que me arrebate, como me pasa leyendo a Faulkner o a Javier Marías -por mencionar a un clásico incontestable y a un clásico actual-, y creo más bien estar ante un autor que suma, lo junta todo y apuesta fuerte más que ante un gran jugador, por usar términos muy ajenos a la literatura pero no tanto a las conclusiones críticas. Bolaño es imprescindible, estimo, mas no un gigante de las letras, como tanto insisten algunos. 

   Hay en esta novela varias casualidades muy novelescas que me enfadan, como todas las que encuentro leyendo a autores que me parecen de calidad notable. Un intento por cerrar un libro que acaso no debe cerrarse, que acaso no tiene ningún cierre posible tras más de mil páginas. Bolaño al final sucumbe al deseo del orden, de empaquetar bien, de administrar bien, y eso le resta libertad a 2666, reduce a novela lo que quizá iba más allá de la novela, buscaba ir más allá de la novela. Bolaño no da el paso definitivo, no transgrede. La línea no solo no es pisada sino que no es borrada ni aplastada a pisotones. Porque Bolaño quizá temió o porque no supo a qué agarrarse para no acabar ante el precipicio. Es lo que digo: no logró ser eso que llamamos un gigante, no se lanzó al vacío para gritar en el aire mientras caía y rompía, desprecintaba, destruía para crear algo nuevo. Bolaño era un magnífico narrador, un excelente narrador, uno de los grandes narradores de su época, diría, alguien que salía victorioso de cualquier desafío ante los personajes de cualquier índole, nacionalidad y psicología: es su lado más valioso. 2666 tiene a varios personajes que ya son imborrables, que se acercan a lo mítico literario, que acercan a Bolaño a cimas que casi ningún escritor ve ni siquiera en lontananza, y así esta gran novela es de las que nunca se agotan, de las que invitan a la constante relectura, a tomarla por cualquiera parte. Y, sin embargo, no puedo decir que esta sea una novela maestra, un clásico del siglo XXI, pues para tal valoración necesito hallarme ante un libro que vaya más allá de lo que el pulso creativo de su autor parecía proponerle desde la primera página, más allá de lo que su imaginación le había dejado entrever al acabar de escribir las primeras veinte páginas, más allá de lo que el orden mental o en un guion había fijado cuando la novela no era más que un sueño. ¿Quiere esto decir que 2666 no es una novela total? Pues sí, a mí me lo parece: es un libro soberbio que habla de la violencia con un sentido casi inigualable, de los sentimientos con una lucidez encomiable, de las relaciones familiares con un despojo y una sinceridad nunca hirientes y siempre clarificadoras que aplaudo en todas sus páginas. Pero no dejo de ver que en su apuesta por la narración pura halla un freno, una pequeña cárcel para la mente liberadora, una contradicción que empaña parte de lo que acaso podía entreverse al principio del libro, al inicio de un viaje tan especial y diferente, tan enriquecedor y necesario.