William Faulkner: Los altos

    Al margen del género que prefiramos, lo que más importa en la literatura, sigo pensando, es que el autor nos hable con profundidad de la condición humana, pues humanos somos los lectores. En esto hay pocos escritores como William Faulkner, el maestro de tantos y poseedor de un estilo y una sabiduría nunca enteramente comprendidos ni celebrados. El relato del que hablo es uno de los mejores ejemplos de su humanidad plena y despierta, de su humor que enternece y de su pensamiento sobre el mundo y las almas de los hombres que viven en familia, en comunidad sin perder su esencia, su identidad, su valor como personas pese a las acciones de los gobiernos, pese a las arbitrariedades y los obstáculos para llevar una vida lógica y más libre y más auténtica. Aunque puede parecer que se trata solo de cabezonería y de posturas recalcitrantes de negadores del progreso y de la unión social, los agricultores de este relato creen por encima de todo en el valor de los actos individuales que forjan un espíritu y no niegan la integración en el mundo de los demás, defienden a los otros y dan sus vidas por ellos si es preciso pero no se niegan a sí mismos ni se dejan manejar impunemente por los que deciden qué se ha de hacer con el esfuerzo ajeno. Cuando leo a Faulkner tengo la sensación de leer literatura adulta, y en su prosa elaborada y rítimica encuentro el vigor del que apuesta por la mejor forma de contar libre y sin mirar al contador de estadísticas ni de ganancias y en sus historias hallo las formas más sinceras de humanismo que pueden darse. Volver a Faulkner es volver a casa.