La colmena se mantiene muy viva setenta años después de ser publicada.
Ha pasado con solvencia la criba del tiempo, se ha asentado en ese lugar que
ocupan algunas obras inmortales, escasas y rutilantes, que se mantienen abiertas
siempre a nuevos lectores y nuevos diálogos porque nacieron para ser entendidas
y asimiladas sin pesadas digestiones. Aunque a Camilo José Cela no se le lee
como antes, eso no le ha restado importancia al libro, que es el ejemplo máximo
en nuestro país de la novela crónica. La abundancia de personajes, la gran variedad
de los mismos es algo que siempre se destaca y en lo que no insistiré. Que las
historias de estos no tengan un principio claro ni un final concluyente sigue
pareciéndome un acierto mayúsculo, pues así es la vida tal como la vivimos y
vemos: no sabemos nunca muy claramente de dónde venimos, la mayoría, y no
sabemos dónde acabaremos: lo que importa es el camino, el andar del momento, y
por eso la novela está narrada utilizando un tiempo presente que aproxima y
define, fija a la vez. Cela acercó a su narrador a estos personajes para
hablarnos un poco de ellos, con cuidado, diría, sin querer abusar, sin invadir,
como el amante de la naturaleza a sus animales queridos: y no creo que sea una
comparación vana: hay una mirada bondadosa vertida sobre esos seres, no hay
crueldad ni ganas de borrarlos de la faz de la Tierra: el narrador parece decir
que son sus hermanos. De ahí mi reivindicación constante de la obra de Cela,
pues su humanidad se muestra aquí en todo su esplendor, y no creo que haya
escritor ni lector acuciado por la ideología que pueda despachar esa mirada a
la ligera, apartarla por centrar su atención en el autor y no en la obra, que
bebe de un innegable existencialismo y de un humanismo abarcador, envolvente,
que supera siempre los efectos algo crudos de algunos párrafos.
Que a mí, incansable
detractor de la frase hecha, no me molesten las frases hechas de esta novela
tiene su explicación: detrás de ellas hay sabiduría, no conformismo. Cela
utiliza la frase hecha y caracterizadora, la frase hecha y ahondadora, la frase
hecha y escrutadora, la frase hecha y liberadora. En la novela no hay frases
hechas porque el autor no diera para más, no se esforzara en buscar la
originalidad o apretara demasiado para avanzar en la redacción del libro, no:
la frase hecha vive con los personajes y en los personajes: y así se comprende
que sale de dentro, no desde fuera, desde donde la impondría el narrador.
Las tiradas líricas,
los comentarios líricos, las descripciones líricas de La colmena son
también magistrales. Cela las administra con hondo sentido y las va soltando
medidas, algunas inesperadas, y en todas ellas late el escritor excepcional no
por el acierto de la palabra, sino por la unión de la palabra bella y la
descripción bella con el material elegido y expuesto a ojos del lector: no hay
empalago, mentira, falsedad, postureo en ninguna de las manifestaciones líricas
del libro, no están puestas para que el lector advierta que Cela era genial:
tienen el equilibrio exacto de materia y letra, de materia y esencia, de
materia y verdad, de materia y palabra. Alumno de Cela en esto, no me canso de
decir que como en este maestro de lo irónico y del retazo impactante en ningún
otro hay también la capacidad para la muestra de lo lírico narrativo con tanta
sensatez y tanta humildad.
Cómo me gustaría, en
este mundo tan dañado por el individualismo y por un capitalismo que solo
quiere personas aisladas, héroes de un rato y narraciones del yo, que hubiera
más novelas como esta, que ya tiene más de setenta años, pero acaba de nacer. Durará
siempre, mientras haya quien quiera saber qué es la colmena humana.
(En la edición de Cátedra cuenta con un breve e inspirado estudio de Jorge Urrutia que recomiendo leer y releer, como la propia novela)