John Steinbeck: Las uvas de la ira

    




   Si hoy me preguntaran cuál es mi novela preferida, contestaría que Las uvas de la ira, que he releído recientemente y me ha parecido mejor en todos los aspectos narrativos y políticos que la primera vez que la leí, hace muchos años, cuando ya quedé fascinado con ella. Nunca he olvidado el capítulo dedicado a la andadura de la tortuga por una carretera y su límites, ni la de la familia Joad por unos Estados Unidos abrumados por la falta de trabajo y buenos salarios, entre buena y mala gente, obligados, forzados, desesperados, con pérdidas irreparables y desilusiones destructoras. Preferida porque la adecuación del estilo con la historia no recuerdo haberla encontrado nunca más acertada, más indisolublemente unida, capítulo tras capítulo y casi frase tras frase. Steinbeck la escribió diciendo mucho, pero también sustrayendo mucho, siendo muy específico, sin divagaciones, escuchando las voces de los personajes antes de escribirlas, sintiendo cada escenario antes de plasmarlo en el papel, masticando cada comida antes de permitir que se la comieran sus personajes. Antes se le llamaba a esto escribir en estado de gracia, y quizá no sea una frase desafortunada, aunque más bien creo que Steinbeck supo sujetarse muy bien a lo que la historia le pedía, no alargó capítulos, no se excedió en ningún momento, y mostró justo lo que hacía falta para que cada personaje tuviera vida y un recorrido plausible. No todos están igual de bien dibujados, por supuesto, y alguno es ligeramente monocromático, pero pocos autores han hecho tan viva a una madre literaria —esa que lucha y quiere mantener unida a la familia por encima de todo y también sabe decirles adiós a los que tienen que partir, aunque se lleven mucho con ellos, incluida su alegría de vivir —, ni con tan pocas pinceladas tan fundamentales a unos niños que parecen casi siempre solo sombras de fondo en el cuadro, ni tan auténtico a un Tom que sale de la cárcel y nunca va a dudar en defender su verdad, y a un antiguo sacerdote que ve que la gente es su vida y lo apuesta todo por estar con los que necesitan pan y quien los defienda. Son muy reales estos personajes porque siempre están avanzando, creciendo ante el lector, que cuanto más los conoce, más los aprecia y más valora su verdad humana. Esa que es del grupo, no de un individuo aislado, gran lección de Steinbeck, porque todo lo que ocurre en la novela tiene razón de ser porque unas personas se encuentran con otras, se enemistan, se chocan o fraternalmente se acercan a otras, en las lindes de los caminos, en las cunetas, donde viven los derrotados del capitalismo. 

   Qué gran novela política, qué irrepetibles esos capítulos alternos dedicados a mostrarnos la crueldad del capitalismo y de los capitalistas, en los que Steinbeck arremete con fe humanista y reivindicativa contra un mundo de moral rota y motivos llenos de ponzoña en los que no hay más que un deseo: aprovecharse del otro. Con nobleza, frontalmente, sin ocultar nada y sin disfrazarlo, Steinbeck se vale de una prosa ajustadísima, lírica a trechos, acertadísima en imágenes y en ideas para mostrarse utópico y beligerante e inconformista y lleno de ira, creativamente lleno de ira contra lo que no se puede aceptar más que si tienes muerta el alma —sea lo que esta sea—. Con toda su fuerza de palabras y de situaciones vistas y analizadas, el gran escritor no duda en asestar todos los golpes, en señalar todos los defectos, en definir qué es la explotación y quiénes la ejercen y contra quiénes es ejercida sin ser nunca cruel ni sentimental, ni una cosa ni la otra, porque cuando se toca y se transmite la verdad humana no es preciso exagerar ni camuflar ni perder la voz con gritos ensordecedores: la diferencia entre esta y otras novelas de denuncia es que en Las uvas de la ira el autor estaba seguro del valor de su ira, de su narración hiriente y herida, y se dedicó a ser natural, a decir con naturalidad aquello en lo que creía realmente, que llevaba dentro y que defendía con rotundidad: no tuvo que esforzarse, que cuadrar, que perder tiempo dibujando y trazando un mundo al que no pertenecía, que le era ajeno, y se nota, vaya si se nota, pues las verdades se suceden en la novela con tal fecundidad que uno lee y para y relee, porque sabe que debe asegurarse de que no se pierde nada, pues todo es cierto y asumible. Y claro que no sabemos de los explotadores viéndolos de cerca, y claro que no es preciso: no queremos empatizar con esos señores ni entenderlos mejor, pues sus actos no los hacen acreedores de tales empeños por nuestra parte. Allá aquellos que lo echen de menos en la novela, que quieran siempre tachar de maniqueísmo lo que no tiene las caras del bueno y del malo presentes y bien visibles: se equivocaron de novela, pues aquí se trata de hablar y de clamar contra un sistema que destruye y se vale de las personas —qué menciones a los bancos, grandes culpables de lo que pasaba entonces y pasa hoy en día en este mundo de desigualdades atroces— como de marionetas, aunque estas se crean libres y victoriosas. Un sistema devorador y nunca satisfecho que usa a peones y se vale de los débiles para sentirse fuerte ante otros débiles, para armar sus fuerzas y oponerse fuerte e intransigente contra el vencido y el humillado. Ante esto, refugiarse en el maniqueísmo es ser sencillamente cómplice o idiota. 

   Mi novela preferida, hoy, quizá para siempre, porque a las personas de esta novela dan ganas de defenderlas y de comprenderlas, porque en la narración no hay palabras más que para la verdad, porque en su sencillez narrativa hay una comprensión tan genuina y tan grande del mundo de los de abajo que uno se siente entre ellos, como debe ser cuando se es lector e inconforme con este mundo de tantos vencidos y tan pocos triunfadores trascendentes, porque prefiero a este Steinbeck antes que a Faulkner por su nitidez expositiva, antes que a Dostoievski por la forma de narrar conflictos sin histerismo, antes que a Balzac porque todo es pujante humildad en el californiano.