Umberto Eco: El nombre de la rosa

   


   La novela es apasionante, y releída muchos años después solo puedo decir que ha ganado con el tiempo: me parece más adulta, más seria, más profunda que la primera vez que me acerqué a ella. Al lector joven puede hoy resultarle acaso algo lenta, algo demorada en su acción, algo larga, pero es a ese lector al que debe preocuparle, porque creo que a la novela no le sobra nada y en su centro tiene unas páginas de gran valor: la reunión entre los franciscanos y los enviados del papa y las discusiones sobre la pobreza, tema que seguramente -y por desgracia- será eterno porque no se prevé ninguna solución en ninguna sociedad de nuestro mundo. 
   Dueño de una gran cultura, Umberto Eco hizo gala de unas grandes dotes de narrador, bajó a la arena a pelear con la frase vulgar y la unió a las doctas y a las de alta alcurnia creando un todo magnífico, permeable a muchas influencias nobles y sagaces, aptas para la diversión y la meditación, las dos mejores armas y logros de cualquier novela. 
   Sigue fascinándome encontrar a autores que no eran religiosos y se preocupaban por el tema religioso con tanta verdad y tanta libertad sin añagazas en sus textos. Me gusta la mirada plural, no tendenciosa, y Eco la poseía; me gusta que haya personajes que rezan y que pecan y que se saben imperfectos, y Eco los crea muy bien; me gusta que la trama entretenga, plantee enigmas o nos lleve por los caminos de alguna investigación, y Eco demostró ser un maestro en estas lides; me gusta que se vea el pasado con mirada actual pero se cuente desde el interior del corazón de lo ya pasado, y Eco dio toda una lección de cómo hacerlo y salir no ya airoso del empeño, sino entero y proclamando una manera de acercarse y de decir emblemática. 
   Quizá es de esas novelas que nunca morirán, y se lo merece sin duda. Es de las que están hechas para muchos lectores porque respetan el acercamiento a la novela de esos muchos lectores.