Joseph Conrad: El agente secreto

 


   No era fácil abordar el tema del anarquismo terrorista, tampoco darles voz a los anarquistas que desean romper el mundo y reconstruirlo mediante explosiones, así que Joseph Conrad optó por la vía de la caricatura, quizá para alejarse de lo contado y para no ser acusado de defender lo que los anarquistas terroristas de su novela defendían, y creo que eso perjudica gravemente la concepción y la comprensión de este libro. Es difícil tomárselo verdaderamente en serio, ya que los personajes no parecen tener vida propia, están vistos desde el humor distanciador y deformador que aplica Conrad sobre ellos como una especie de castigo y no acaban de arrancar y de ser autónomos, de despegarse de las palabras y del tono del narrador de tercera persona, que adolece de un exceso de cultismo que traslada equivocadamente en ocasiones a los parlamentos de los propios personajes hasta reducir la apuesta a un solo intento, un único cabeceo negativo y ridiculizador que aleja a esta obra de la maestría de otras del autor, como la incomensurable El corazón de las tinieblas
   Eso sí: en pocas ocasiones tendremos la oportunidad de leer un texto tan bien escrito, tan bien adjetivado, tan cuidado frase a frase. Conrad envía una lección en el tiempo para los aprendices de escritores y para los escritores profesionales que quieran oxigenarse, tomar fuerzas o, más humildemente, seguir aprendiendo. 
  El problema de este libro es que todo resulta encorsertado, demasiado de una pieza, difícil de creer, excesivamente deformador, y en su sustentación en un armazón teatral falla el hilado de las situaciones, demasiado rígido, con olor a algo antiguo -desvaído sobre todo en su parte final-, que acaba por convertir la novela en un intento inane.  

Alice Munro: Demasiada felicidad

  

  Es este un libro más que notable, quizá no del todo equilibrado en la elección de los relatos que lo integran; aunque no tengo ninguna duda de que prácticamente todos son merecedores de amplios elogios. Los libros de relatos difícilmente alcanzan un punto estable de acierto y calidad, algo que suele alejar de ellos a muchos lectores. Cuando se insiste tanto en que se prefieren equivocada o exageradamente las novelas, se pasa por alto este aspecto. No solo se buscan historias más largas y seguir las peripecias de unos personajes. Tampoco es porque cueste mucho cambiar la mirada, adaptarla a otro tono o a otras voces. Es normal que en los libros de relatos haya grandes caídas, dramáticos desajustes que, querámoslo o no, alejan a los lectores. También es cierto que a los relatos se les perdonan menos los errores y que se prestan al simple acierto casual y luego no continuado o no bien desarrollado. 
   Alice Munro es autora de libros de relatos y de una sola novela. Sus relatos son de mediana -e incluso larga- extensión y caben en ellos historias que en manos de otros devendrían novelas, seguramente. Pueden pasar meses y años, ocurrir muchas cosas, aparecer y desaparecer un buen número de personajes. Como en las novelas. De ahí que algunos hayan dicho que Munro escribe relatos que son como novelas, promoviendo separaciones y disquisiciones que a la postre se presentan casi siempre débilmente argumentadas o demasiado subjetivamente argumentadas. Munro posee un gran talento, una voz propia y un estilo sencillo y claro. Centrémonos en esto. 
   Ante todo, cabe decir que Munro es una escritora realista. Parece que suena mal, y pocos nos lo han recordado después de que la autora canadiense obtuviera el más preciado galardón de las letras el pasado mes de octubre. Es, diría yo, inconfundiblemente realista, a la antigua usanza, portadora de una llama que no puede dañar la mirada de ningún lector de mi edad, que conozca a Hemingway, Aldecoa o Dostoievski -y tampoco a ningún otro que no se conforme con la épica y la fantasía-. Con el maestro ruso comparte una definición más exacta: realismo psicológico. Pues a Munro le gusta saber qué hacen sus personajes, qué los motiva, que sienten ante cuanto viven, rechazan y aman. Munro está muy cerca de sus personajes y promueve la empatía, como ocurre en el último cuento del libro, que tiene a una persona real por protagonista, la matemática rusa Sofia Kovalevski. 
   Decía que el libro no está equilibrado porque este último relato nada tiene que ver con los anteriores, rompe una dinámica y parece pertenecer a otro libro. No solo porque su desarrollo tenga como paisaje y fuerte presencia los años y algunas ciudades del siglo XIX, sino porque escapa a la poética de casi todos los anteriores -hay uno que tampoco cuadra demasiado, pero no tanto-, en los que el pasado y algún hecho ominoso, inolvidable o incluso luctuoso han marcado la vida de los protagonistas y cuelgan imborrables en el recuerdo de los personajes, como cuadros inmensos en una galería viva y personal. Señaló muy acertadamente mi amigo Juan Herrezuelo que el pasado actúa como una losa a veces, como una condena o un pozo sin fondo en el alma de estos personajes, al modo de mi admirado Ross Macdonald, maestro de la novela negra y también canadiense. Y en todos los relatos menos en dos es decisivo, es el motor o la barrena, el catalizador o la trampa. El pasado es la vida y lo muerto, lo que alumbra y lo que ciega en los relatos de Demasiada felicidad. Asimismo, hay aquí más de un homicidio, más de una muerte violenta, y no se acerca Munro a los territorios más difíciles de explorar -los de la violencia y la muerte no natural de los seres queridos- de manera pacata ni blanda, no rehúye lo duro y no les resta importancia a los diálogos directos, en los que se habla de los motivos para matar, sino que los enfrenta con una naturalidad desarmante, enriquecedora, fascinante, iluminadora. Y quiero hacer hincapié en este aspecto porque también hay quien se ha esforzado ya por crear una imagen descafeinada de Munro, hay quien ha querido encasillarla en el grupo de las escritoras que escriben solo para mujeres, para lectores de mesa camilla y libro en la tarde del domingo o para lectores anodinamente pulcros. Nada de eso. Munro no es una escritora trasnochada, sino un clásico de las letras universales, adictiva y sincera y muy fiel a sus ideas y a su realidad cercana, una realidad actual, reconocible, a la que muy pocos autores se aproximan con oficio y ojos limpios, con vocación de desentrañar y de explicar sin moralinas y sin exhibicionismo. 
   El primer relato del libro, Dimensiones, me parece una obra maestra de la literatura actual. También Pozos profundos. Y no lo es menos Juego de niños. Así que son tres en un solo libro. Sí, lean a Munro, lean a Munro. No pierdan más el tiempo y busquen ya uno de sus libros. 

Rafael Chirbes: Crematorio




   Recorre esta novela algo terrible e inasible, un aliento de muerte y corrupción, de lo que no ha sido y de lo que fue y ya no sirve para nada,  a no ser para provocar repugnancia y lástima: la vida falseada, la vida mentida, la vida escapada. Cuesta acabar de leer Crematorio, no puedo dejar de decirlo aquí. Es una novela en la que el autor ha vertido un gran dolor, una gran desesperación, una enorme desilusión por lo que ve y entiende que es la España de aquí y de ahora,  por lo que se ve cuando la muerte está cerca y nada hay para consolar al que va a desaparecer irremediablemente. Es esta la novela de un gran vacío, de un hueco insondable en el pecho de unos seres, acaso de una generación, que han malgastado sus fuerzas para acabar descubriendo que todos mienten, que el dinero es la única verdad palpable y canalla que nos mueve y nos condiciona y nos educa y, finalmente, nos destruye y nos olvida. Cuando las almas se queman -pongamos que existen las almas, aunque solo sea en esta frase- no dejan atrás ya ni cenizas, nos dice esta furibunda novela, y lo que esparcimos al viento ni al propio viento lo molesta, no conseguimos ni siquiera que le haga cosquillas en la nariz. 
   Chirbes explora las almas -pongamos que existen las almas, aunque solo sea en este párrafo- de un constructor y arquitecto que se ha entregado a la prevalencia de los goces y se ha olvidado de sus deseos de juventud y todo lo justifica recurriendo a lo que le queda: el goce de lo material; de un escritor que ya es solo una piltrafa y que no ha logrado ser, en su depauperada vejez, digna palabra al lado de las celebradas palabras que escribió para sus libros; de su biógrafo, profesor y crítico que lo soporta y lo detesta, que cada vez comprende menos y menos quiere comprender cuanto ve y siente; de una hija que detesta al padre que destruye el paisaje y los sentimientos para quedarse tan solo con el fruto de cambio del dinero, dinero, asqueroso dinero que no sabe de almas ni del consuelo profundo de las almas. Y explora desde dentro, sin dejar zonas sin auscultar, recoveco alguno, con una luz que horada, que hace sangrar el interior de cada personaje. Como digo, cuesta acabar de leer el libro, cuesta adentrarse más, cuesta encajar y cuesta ver a tanto ser expuesto como a criaturas de un Goya inmisericorde. No hay héroes en Crematorio, no hay héroes en nuestra actual sociedad, solo supervivientes que se miran a un espejo con una cuchilla de afeitar entre los dientes, con una mueca salvaje dirigida contra sí mismos. 
   Sería mejor esta novela terrible -prefiero la última del mismo autor, esa En la orilla de la que ya he hablado en este mismo blog- si Chirbes hubiera acotado un poco el despliegue culturalista de que hace gala en los monólogos y las conversaciones de los personajes de este granítico libro. Se le ha escapado una identificación excesiva con ellos, los ha dotado de demasiado mundo propio reflejado y eso, sobre todo en la última parte de la novela, resulta pesado, demasiado libresco para una novela de corte realista, a la que asomarse más con el espíritu- pongamos que existe el espíritu, aunque solo sea en este párrafo- que con la boca, el oído y las manos. Sí, Chirbes apela al materialismo, concluye que nos asesina el materialismo, pero a la vez quiere equilibrar con una belleza y muchas referencias cultas que apartan a sus personajes de otras verdades más humanas y diría que más simples, más sencillas que son las que los habrían definido mejor, más poderosamente, más individualizadamente. Pero cada escritor opta por una perspectiva y cree en sus estrategias o se deja llevar por sus demonios, y eso le ha valido a Chirbes legarnos esta novela iracunda, auténtica, amarga y de una pieza, todo lo contrario a la mentira de tanta fabulación sin verdad y sin coraje que corre suelta y temporalmente triunfante por ahí.