Pío Baroja: El árbol de la ciencia

   


   Es sorprendente la vigencia de esta novela, tanto por los temas que aborda como por el estilo con que está escrita. Sin duda, Pío Baroja es un clásico vivo, enteramente vivo, y quizá esto se deba a que su claridad de pensamiento está presente en todas y cada una de las páginas de El árbol de la ciencia. Encontrarse con científicos que salen de España porque aquí no hay medios para continuar con sus investigaciones, con estudiantes que acaban una carrera y luego no pueden ejercer jamás su profesión porque no encuentran una plaza, con hombres pobres que se conforman aunque ven que son explotados y engañados desde las altas esferas, con poderosos que se benefician del poder de su dinero y de sus amistades para seguir explotando a los que están debajo de ellos en la escala social, con juerguistas que recurren a prostitutas obligadas y amenazadas, con defraudadores de la Hacienda pública que no tienen remordimientos, con un capitalismo fuerte e invicto que lo deglute todo no es sino hallar un espejo de lo que nuestro tiempo, el del siglo XXI, ofrece también a quien lo observa y lo padece o lo disfruta o lo ignora en la medida en que puede ignorarlo. Todo esto está en esta novela publicada en 1911.
   Y está sustentada su vigencia también en dos aspectos muy destacables y significativos: las ideas y el poso de verdad. Baroja era un novelista de ideas, como muy bien señaló hace tiempo José María Vaz de Soto: inundan todo el texto las meditaciones del autor en torno a muchos temas, a la par que se desarrollan muchos hechos, como es habitual en los escritos del maestro vasco, uniéndose de una manera perfecta, imbricándose hasta hacernos entender que así es como funciona el mundo barojiano, con la acción y la meditación sobre lo ocurrido inextricablemente unidos, siempre sin retórica y sin aderezos vanos, en un continuo fluir armonioso que no ha perdido su vigor y que hoy en día sigue siendo ejemplar y que, orillando todo prejuicio personal o adquirido mediante las sentencias que nos llegan de otros en torno a la obra de este inmortal creador, ofrece un resultado casi enteramente asumible y, diría más, defendible. Pues Baroja se posiciona aquí del lado de los de abajo, sentencia a los explotadores y a los usureros, reclama un movimiento de protesta de los oprimidos y se muestra anticapitalista, inconformista y valiente, muy valiente denunciando y señalando las lacras de su tiempo, que no son muy diferentes de las del nuestro. Lo que me lleva a acabar diciendo que apenas existen en nuestras letras autores que manejen un poso de verdad tan grande en sus libros como este Baroja pesimista y sabio, de mirada despejada y verbo atrevido, que arriesguen tanto -con temor a acertar y a equivocarse a menudo- y se expongan tanto, ahora y entonces, ahora y siempre, por lo que desde este presente confuso y tan cuajado de mentiras y manipulación en todos los ámbitos de la vida no puedo sino festejar tan valiosa, inolvidable lectura, menos pesimista de lo que muchos creen, confundiendo realismo con oscuridad y marginalismo, toma de conciencia con deseo de destruirlo todo, afán de renovación con desdén y falta de moral. Baroja es un clásico inmortal y El árbol de la ciencia la magnífica prueba de que la literatura mejor es que la sale de meter las manos en el barro de la realidad para, con ellas sucias, manchadas, arañadas, heridas, estar luego dispuesto a dejar testimonio, crónica, verdad. 

Rafael Conte y Si te dicen que caí

   En el libro Ronda Marsé aparecieron recogidas estas palabras del gran crítico Rafael Conte:


      Si te dicen que caí es uno de esos libros asombrosos que, repentinamente, nos enfrentan contra nuestra propia suciedad individual y colectiva. Ya no se podrá escribir la historia de nuestra postguerra sin hablar de este libro poético y cruel al mismo tiempo, un canto de amor desgarrado, un relato profundamente terrestre, repleto de sangre, de violencia, de sexo, cuya claridad raya en la insolencia, cuya crueldad nos habla de nuestra propia carne miserable.

Juan Marsé: Si te dicen que caí

   


   No sé de ninguna otra novela tan abrumadoramente bien escrita, tan duramente nostálgica y tan directamente sincera en las letras españolas como Si te dicen que caí, de Juan Marsé, nuestro mejor novelista vivo. Siguen conmoviendo los últimos capítulos, acaso cada vez más, cuando el lector se enfrenta al paso inmisericorde y abusador del tiempo que lastima, derrota las ilusiones y la memoria de todos los personajes que viven plenos y con aire de míticos en los primeros capítulos de este libro inmortal. La época, con su tristeza vital, su hambre profunda, con el franquismo campante no podía pedir otra cosa, pero Marsé además le añade un fatalismo de edad que no vuelve, que no hay manera de recuperar, que quema porque nunca fue del todo propia y se fue escurriendo como agua entre las manos: quizá como todas las edades, como cualquier edad diluida para siempre en el vacío del tiempo y en su marcha infatigable e inconsolable. 
   Estas historias que conmueven son verdad y son a medias mentiras, son las famosas aventis que se cuentan los niños de entonces con retales de historias cazadas al vuelo, con una dosis suplementaria de sana imaginación y con mucho deseo de aventura y de fuga de la gris realidad circundante. Y son como todo en esta vida: realidad y sueño. Como lo es la necesaria literatura, como lo es la evocación y el recuento de las anécdotas y los hechos imprescindibles de todo pasado. Crujen en nuestras manos actuales y algo blandas las páginas de esta historia de niños con sarna y con enfermedades para las que no había dinero ni medicinas si eras pobre, ansiosos de saber qué es el sexo y de contarlo después al grupo de amigos, obsesionados con saber y probar y degustar y sentir. Duelen las páginas en las que los que se enfrentaban a un régimen asesino y torturador van cayendo, van asumiendo la derrota, van comprendiendo que toda jerarquía es una mentira social y aniquiladora, exterminadora. 
   Queda y quedará ante todo la verdad de esta poderosa novela, de esta cima de nuestras letras, escrita con mucha atención a las novedades introducidas por autores como Faulkner, que alterna la narración en primera persona con la narración en tercera, que no es ajena al poderoso influjo del monólogo, del pensamiento engarzado en el fluir de una narración libre y contraria a la simple y decimonónica: una novela renovadora, atrevida, porosa, alegre y apesadumbrada, emocionada y distante, colérica y tocada por la mejor ternura, la más visceral y auténtica: la que se siente cuando nada se esconde y todo se recoge con los ojos más limpios. Si cada diez o veinte años un autor español fuera capaz de presentar  una novela de este calibre nuestras letras siempre estarían de fiesta.