Belén Gopegui: Acceso no autorizado




   Se acabó la maquillada democracia, se acabó el simulacro de democracia sin igualdad y sin participación directa del ciudadano en el que vivíamos desde el momento en que dejamos de ser ingenuos, desde que vimos cómo los poderes financieros perdieron la vergüenza y dejaron de ser sólo poderes más o menos en la sombra. Títeres son los políticos, y el estado de bienestar ha de desaparecer para que los que tienen dinero atesoren aún más, sin empacho. Nos engañaron, pero hay que seguir, hay que interrogar e interrogarse, hay que acercarse al fuego y al altar de los sacrificios y poner cada uno nuestra mochila, nuestras bolsa de mentiras y renuncias bien a la vista. Y hay que ofrecer libros de pensamiento y novelas como esta para no despeñarnos del todo, para no creer que aún no quedan rastros de esperanza: acaso siempre perviva el factor humano, y acaso este no se vuelque siempre hacia el mismo lado. 
   Acceso no autorizado es una novela de ahora mismo y está escrita con un lenguaje rápido, firme, brillante, atento a ratos a lo sensible verdadero y lo lírico profundo: un lenguaje vivo y reconocible, perfecto para comunicar. Aparecen en sus páginas ordenadores y hackers, políticos y grandes despachos, conversaciones muy privadas y conversaciones silenciadas, una ciudad que es una y al mismo tiempo todas las ciudades, puesto que el mundo es como un gran organismo en el que todo late y todo depende de todo. Acceso no autorizado habla de ese mundo cercano y múltiple, y es visto por una mente capacitada y atrevida, que se atreve a señalar y a poner nombres y partiendo de una historia inventada llega a una historia posible, enteramente posible. La de algunos que han fracasado pero aún pueden sentarse ante el espejo y ver sus errores, la de otros que no admiten errores si no es contando con alguna ganancia. Los primeros y los segundos, arriba y abajo, están al final de una época en la que no se perdió casi todo por culpa de un sistema que cayó en la corrupción, sino que nació corrupto, desgraciadamente corrupto. 
   La democracia del sistema capitalista es la pantalla de humo detrás de la cual actúan los poderes que no son ni serán nunca democráticos, ni les importa. Lo cuenta Belén Gopegui valiéndose de  una vicepresidenta de un gobierno socialista de ayer mismo, destinada a perder y a errar, a hacer pequeñísimos movimientos, a ser ciudadana y soñadora cuando todo acaba y todo muere. Lo cuenta valiéndose de alguien que dialoga con la vicepresidenta colándose en su ordenador, mostrándose cercano y fiable, no un intruso sino muy parecido a esa voz que todos llevamos dentro y que nos habla y que nos hace mejores si atendemos y no nos atrincheramos en lo conquistado y lo aprendido. Lo cuenta valiéndose de las voces pequeñas de los que trabajan obligados para los poderosos aunque se soñaron libres rompiendo sistemas, entrando por puertas inadvertidas, corriendo libres por espacios virtuales que otros han intentado cerrar a cal y canto sin lograrlo, sin contar con que los deseos de libertad, con que los sueños no son aniquilados ni bajo la bota inclemente ni mediante el yugo del hambre ni bajo la fuerza de la indiferencia social y la marginación. Lo cuenta una Gopegui muy despierta, escritora responsable y audaz, bien documentada, irreductible, una escritora singular que hace mucho que entendió que la literatura perdura cuando se mira con intensidad y se transmite sin mentir, sin camuflar, sin perder la dignidad.   

Carlos Fuentes: La muerte de Artemio Cruz

   


   Perduran las novelas en las que sus autores arriesgaron, se atrevieron, buscaron que su obra corriera hacia un hueco en el que podrían llegar a ser inmortales. La muerte de Artemio Cruz es una de esas novelas inmortales que con el tiempo ganan en consistencia, en verdad y en bravura: la de alguien que indaga poderosamente, plantea excelentes preguntas, no renuncia a nada con un material importante entre manos. Hubo una época en la que algunos escritores se exigían mucho y pujaban detrás de la excelencia literaria. Ahora hay mucha literatura epigonal. Y demasiada novela con aroma decimonónico. 
   La muerte de Artemio Cruz es una novela inmortal porque el dominio de la lengua y de los recursos literarios de su autor ayudó mucho, sin duda. Pero lo es también porque orilló el conformismo, el deseo de hacerse entender fácilmente, renunciando a lo fácil y lo evidente y lo conocido, porque Carlos Fuentes escaló una montaña y no bajó corriendo hacia el llano cómodo de la lengua restringida y la frase encabalgadora y despojada de sustancia propia. Quizá también es inmortal porque hubo una previa asunción humilde y proteica de influencias muy recomendables: detrás de este gran libro están nada menos que Balzac y Faulkner. 
   Se nos cuenta la vida de un hombre rico que nació muy pobre y vivió los años de la revolución mexicana, se las ingenió para obtener fortuna, apoyó a quien lo ayudaba a enriquecerse cada vez más en La muerte de Artemio Cruz. Se nos habla de sus relaciones con hombres que tienen poder y mucho deseo de mantenerlo, de sus amores con una esposa que nunca lo amó y varias amantes que lo quisieron. Y lo hace Fuentes con una variedad de registros, una riqueza compositiva realmente excelentes, usando la primera, segunda y tercera personas narrativas con destreza inigualable para desvelarnos cómo Artemio lucha contra su muerte y contra sus recuerdos. Es difícil hallar una sola página en esta ejemplar obra que no detenga al lector invitándolo a la relectura, a la degustación pausada de de tropos o de ideas. Vive aquí pleno y feliz el género, permeable y mayúsculo gracias a sus logros y su plasmación de las cosas y los sentimientos de los hombres, como lo hace también en Tiempo de silencio, de Martín Santos, otra de las grandes novelas del siglo pasado, otro gran logro en el que forma y fondo son indisociables y están pensados para que nos sumerjamos mejor y más plenamente en la conciencia de alguien como nosotros, que sufre y ha amado, que teme y añora y anhela y se rebela y no cae sin luchar, en medio de todas las contradicciones, todo el dolor causado, toda la sensibilidad y toda la insensibilidad que definen y se agrupan en una sola persona, buena y mala, querida y odiada pero siempre cierta. 
   De delante atrás, desde el lecho de muerte hasta el lugar de nacimiento, vamos acompañando a Artemio mientras desgrana sus recuerdos, a Fuentes mientras crea una novela llena de sana enjundia y de amor por la literatura, profundamente honrada con el lector, crítica y exigente, abierta y generadora sin duda de más literatura de gran valor, de más mentes despiertas, reacias al adocenamiento y a ver con los ojos cerrados lo que aparezca en su camino, posibilitadora de virtudes que incardinan evolución y compromiso, eso que asusta tanto ahora y que sin embargo es tan urgentemente sinónimo en esta actualidad nuestra de egotistas e individualistas de aquello tan viejo y casi tan olvidado como es el humanismo. 

La madre

   Me levanto y preparo una sopa. Mientras la dejo a fuego lento para que acabe de hacerse, vuelvo a la lectura de un libro de Belén Gopegui. Un hombre se prepara una sopa y eso le recuerda a su madre muerta. Por supuesto, yo recuerdo instantáneamente a mi madre muerta. En el libro, la madre muere por una enfermedad que la vuelve liviana, algo que invita al hijo -años más tarde - a pensar que se fue volando como un pájaro. También yo pienso ahora que mi madre se marchó así. 
   ¿Qué hilos unen a la literatura con la vida del que lee? ¿Qué le lleva a uno a preparar una sopa precisamente -no es que sea yo un aficionado a la cocina: solo estoy ante la comida el tiempo imprescindible- un poco antes de leer unas páginas tan emotivas? ¿Es todo inesperado, tan casual?